Enemigo fácil

Enemigo fácil
Como es sabido, los dos grandes problemas que motivaron a la población a buscar un gran cambio a través de las elecciones, son la inseguridad y la corrupción. Quien supo aprovechar mejor el enojo frente a esas lacras sociales fue López Obrador, por mucho. Pero, una vez electo, tiene que encontrar soluciones, y como veíamos ayer, con rapidez, debido a las expectativas de la población, que no parece tener mucha paciencia.

En el tema de corrupción, no creo que haya duda de que es un gran problema. Sí hay más dudas acerca de su origen y, por lo mismo, de cómo enfrentarla. Por ejemplo, a mí me sigue pareciendo que es un asunto que lleva mucho tiempo y que inicia con la Revolución. Los ganadores deciden cobrarle a la Patria por sus servicios, directamente del erario. La forma en que se construye el régimen de la Revolución valida esa decisión. El régimen es autoritario y corporativo, es decir, no requiere de leyes, sino de subordinación, y el control de la población se realiza a través de grupos definidos por su función en la economía: obreros, campesinos, empresarios, empleados, estudiantes.

Los conflictos se resuelven siempre negociando, es decir, intercambiando favores, o incluso dinero. El uso del puesto para el enriquecimiento propio era considerado legítimo, porque así pagaba la Patria a quienes habían sacrificado su vida por ella, primero en las guerras civiles y después en el fragor del servicio público. A lo mejor los jóvenes ni lo imaginan, pero así funcionó este país hasta fines de los noventa. Precisamente ese gran incentivo a hacerse rico a través de la política (directamente, o mediante los amigos que ayudaban con los contratos), impidió el desarrollo de una economía exitosa.

La llegada de la democracia nos obligó a usar la ley, y por lo mismo a abandonar tanto la subordinación como la negociación, y eso no es algo fácil de lograr. Sin el esquema autoritario piramidal, se nos independizaron los gobernadores, los legisladores, los jueces, sindicatos, empresarios, criminales, todos. Y aunque algunos empezaron a seguir la ley, la mayoría más bien aplicó el viejo método de la negociación, ahora sí claramente identificada como corrupción. Por eso, en estos veinte años, nos ha parecido cada vez menos soportable ese proceder.

Alguna vez comenté con usted que hay dos caminos de solución, si mi interpretación es correcta: aplicar la ley de manera cada vez más eficiente, o abandonarla regresando a un sistema autoritario. Por el momento, lo que percibo es que nos movemos en esta segunda dirección, y consolidar el autoritarismo exige continuar e intensificar la retórica de la polarización. Especialmente porque la población quiere resultados, y los quiere pronto, como veíamos ayer.

Así que ahora nos enteramos que el gran enemigo de los mexicanos no es un gobernador corrupto hasta la locura, como Javier Duarte o Roberto Borge, ni lo son los empresarios que se asocian con políticos para vender a sobreprecios igualmente alucinantes. No, el gran enemigo es el funcionario medio. Ahora nos dicen que hay que reducir el sueldo, quitar prestaciones o, de plano, separar de su puesto a decenas de miles de subdirectores, directores de área, directores generales, subsecretarios o puestos similares. Son ellos, según se entiende, quienes han empobrecido al pueblo.

Esto me parece una gran injusticia. Aunque no dudo que haya muchas personas en esos puestos que llegaron ahí sólo por amistad o pago de favores, la gran mayoría de los funcionarios públicos hace su trabajo día con día, muchos de ellos a niveles reconocidos internacionalmente. Pero el autoritarismo necesita enemigos, mientras más débiles, mejor.

El maltrato que hoy se dirige a estos mexicanos tendrá pronto otros objetivos. No debemos quedarnos callados.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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