La comparación que presenté el lunes con Venezuela, y la explicación de ayer acerca de la excepcionalidad de la crisis en ese país, han hecho pensar a algunos lectores que esta columna pudiera ver el triunfo de AMLO como un hecho consumado. Nada de eso. Estamos a un mes de la elección, y el margen de ventaja que lleva López Obrador ronda los ocho puntos, en datos brutos. No dudo que él y sus seguidores intenten convencernos de que “este arroz ya se coció” como les gusta decir, pero, lo escribió Beltrán del Río, un arroz cocido un mes antes acaba por quemarse.
Hace ya tres meses, el 27 de febrero, comenté con usted que la disputa por la Presidencia se reducía a dos candidatos. Para ese momento, me parecía claro que el PRI se había derrumbado, y eso explicaba el gran avance de AMLO, que yo pensaba imposible tres meses antes. El voto tradicional de López Obrador le garantizaba 26 o 28%. Los diez puntos adicionales que tiene han resultado de la fuga de priistas que, viendo la debacle de su partido, han buscado algo que les permita seguir cobrando y evitar la cárcel. ¿Quién mejor que el Señor del Gran Perdón?
El desplazamiento de priistas es muy claro cuando se ven las cifras de Meade, pero también las de los candidatos al Senado y las gubernaturas de ese partido. Ya veíamos que Consulta Mitofsky los ubica en un quinto lugar para la Cámara de Diputados, y tercero, muy lejano, en el Senado. Esas cifras no han cambiado mucho desde fines de febrero, de forma que la definición que deben tomar los votantes sigue siendo la misma: AMLO o Anaya.
Sorprende a muchos que los votantes estén dispuestos a elegir priistas para derrotar al PRI, pero nada hay de extraño en eso. El PRI fue el único partido político en México desde 1938 hasta inicios de los ochenta. Su única oposición fue Acción Nacional, muy marginado hasta que la crisis de 1982 demostró que el régimen de la Revolución había sido una tragedia: ni se desarrolló el país ni se redujeron pobreza o desigualdad, y lo que sí ocurrió fue un saqueo continuo, para beneficio de priistas y amigos suyos. A partir de esa crisis, el PRI acabó dividido en dos, el PRI “modernizador” y el PRI tradicional, llamado PRD desde 1989, y Morena ahora. Para millones de mexicanos, especialmente al sur del país, eso es lo que los define políticamente: un partido corporativo y autoritario. Dejar de votar por el PRI para votar por Morena no provoca ninguna disonancia.
De hecho, uno de los temas más importantes en materia política en este momento es intentar entender cómo funcionará ese movimiento. Ya se aproximan a ello Silva Herzog y Aguilar Camín esta semana, y espero hacerlo en esta columna muy pronto: lo único que aglutina a la coalición Juntos haremos historia es el caudillo. Ahí se han sumado, sin negociaciones claras, sin acuerdos transparentes, los cristianos del PES, los norcoreanos del PT, multitud de tránsfugas del PRI, buena parte de lo peor del PRD, otros insignes conservadores, intelectuales comprometidos, y jóvenes que por cuatro años trabajaron para candidaturas que les fueron escamoteadas para obsequiarlas a todos los anteriores.
Creo que la diferencia con la forma en que se construyó el Frente por México debería ser evidente, aunque fue a esta coalición a la que se criticó por “juntar agua y aceite”, por repartir espacios, por conciliar candidaturas.
La decisión parece sencilla: un movimiento caudillista versus un frente político; la restauración del PRI con el nombre de Morena versus la construcción de un nuevo régimen; AMLO versus Anaya. Otra vez, a un mes de la elección, insisto: es Anaya.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
Hace ya tres meses, el 27 de febrero, comenté con usted que la disputa por la Presidencia se reducía a dos candidatos. Para ese momento, me parecía claro que el PRI se había derrumbado, y eso explicaba el gran avance de AMLO, que yo pensaba imposible tres meses antes. El voto tradicional de López Obrador le garantizaba 26 o 28%. Los diez puntos adicionales que tiene han resultado de la fuga de priistas que, viendo la debacle de su partido, han buscado algo que les permita seguir cobrando y evitar la cárcel. ¿Quién mejor que el Señor del Gran Perdón?
El desplazamiento de priistas es muy claro cuando se ven las cifras de Meade, pero también las de los candidatos al Senado y las gubernaturas de ese partido. Ya veíamos que Consulta Mitofsky los ubica en un quinto lugar para la Cámara de Diputados, y tercero, muy lejano, en el Senado. Esas cifras no han cambiado mucho desde fines de febrero, de forma que la definición que deben tomar los votantes sigue siendo la misma: AMLO o Anaya.
Sorprende a muchos que los votantes estén dispuestos a elegir priistas para derrotar al PRI, pero nada hay de extraño en eso. El PRI fue el único partido político en México desde 1938 hasta inicios de los ochenta. Su única oposición fue Acción Nacional, muy marginado hasta que la crisis de 1982 demostró que el régimen de la Revolución había sido una tragedia: ni se desarrolló el país ni se redujeron pobreza o desigualdad, y lo que sí ocurrió fue un saqueo continuo, para beneficio de priistas y amigos suyos. A partir de esa crisis, el PRI acabó dividido en dos, el PRI “modernizador” y el PRI tradicional, llamado PRD desde 1989, y Morena ahora. Para millones de mexicanos, especialmente al sur del país, eso es lo que los define políticamente: un partido corporativo y autoritario. Dejar de votar por el PRI para votar por Morena no provoca ninguna disonancia.
De hecho, uno de los temas más importantes en materia política en este momento es intentar entender cómo funcionará ese movimiento. Ya se aproximan a ello Silva Herzog y Aguilar Camín esta semana, y espero hacerlo en esta columna muy pronto: lo único que aglutina a la coalición Juntos haremos historia es el caudillo. Ahí se han sumado, sin negociaciones claras, sin acuerdos transparentes, los cristianos del PES, los norcoreanos del PT, multitud de tránsfugas del PRI, buena parte de lo peor del PRD, otros insignes conservadores, intelectuales comprometidos, y jóvenes que por cuatro años trabajaron para candidaturas que les fueron escamoteadas para obsequiarlas a todos los anteriores.
Creo que la diferencia con la forma en que se construyó el Frente por México debería ser evidente, aunque fue a esta coalición a la que se criticó por “juntar agua y aceite”, por repartir espacios, por conciliar candidaturas.
La decisión parece sencilla: un movimiento caudillista versus un frente político; la restauración del PRI con el nombre de Morena versus la construcción de un nuevo régimen; AMLO versus Anaya. Otra vez, a un mes de la elección, insisto: es Anaya.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
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