El derrumbe del Estado

El derrumbe del Estado
Creo que no hay duda alguna de que la emoción que priva en México es el enojo. De ahí, dependiendo de lo que cada uno imagine, aparece el miedo (por un futuro aún peor), el desánimo (por la falta de soluciones), y hasta el ánimo de venganza en algunos que creen que llegarán al poder.

Este enojo tiene su origen en el derrumbe del Estado. Como sabemos, las funciones elementales de esta construcción política son la provisión de seguridad (especialmente la nacional) y la impartición de justicia. Después de eso, le podemos cargar al Estado muchas cosas, desde garantizar ciertos derechos que consideramos deben ser universales (sin duda educación, salud, seguridad social, y algunos creen que empleo, vivienda y muchas cosas más), y proveer los servicios públicos, hasta regular actividades que pueden producir riesgos para la población, pasando por hacerse cargo de ciertas cosas que algunos creen que no deben estar en manos privadas. Pero todo esto es irrelevante si lo primero no funciona. Y en México así es: las funciones más importantes del Estado, las primeras, seguridad y justicia, no funcionan.

Millones de mexicanos viven hoy mejor que hace un par de décadas, si lo medimos con base en sus ingresos, los bienes que pueden adquirir, e incluso los servicios que reciben. Pero nada de eso tiene importancia si su vida y sus pertenencias están en riesgo permanente. Y por eso a nadie le importan las reformas estructurales del inicio de esta administración, que fueron un evento extraordinario, tanto por el tipo de futuro que permiten imaginar, como por la capacidad política de muchos actores, rara vez vista en el mundo entero. Frente a la tragedia que significa la ausencia de seguridad y de impartición de justicia, de verdad, nada importa. Y por eso el gobierno actual no tiene legitimidad alguna para pedirle a los mexicanos que reconozcan avances en generación de empleo, manejo de finanzas públicas, avances en telecomunicaciones, energía o sistema financiero. Si destacados participantes de ese gobierno (gobernadores) están hoy bajo proceso por saquear sus entidades, ¿cómo celebramos el superávit primario? Si pululan los huachicoleros, ¿para qué nos sirve la reforma energética? Si es común el robo en transporte público, ¿cuál es la utilidad del empleo formal? A mí me sigue sorprendiendo que después de una década de espiral creciente de violencia, seamos uno de los países que menos invierte en seguridad, justicia y defensa en todo el mundo: la tercera parte de lo que gastan los países europeos o Estados Unidos, la cuarta parte de lo que invierte Colombia, y eso considerando el tamaño relativo de las economías (es decir, como proporción del PIB). Seguimos teniendo el mismo número de elementos de la Policía Federal que hace seis años, los mismos policías estatales y municipales, sin mejora significativa (en lo general), los mismos jueces y las mismas cárceles. Mientras la violencia crecía, el gobierno seguía haciendo lo mismo de siempre. La normalización de la violencia que eso ha significado se ha traducido en una ruptura, que podría ser definitiva, del estado mínimo de convivencia. Creo que eso explica el huachicol, el robo creciente a los trenes y camiones, los cambios de comportamiento en la sociedad que no tiene defensa alguna por parte del Estado. Como ya lo han comentado especialistas en estos temas, no se ven propuestas en las diferentes fuerzas políticas para transformar la situación. De hecho, creo que será necesario tomar ideas de todos para construir algo que funcione. Lo que sí creo que podemos asegurar es que además de amnistiar a una parte de la población, y crear oportunidades para jóvenes, necesitamos una fuerza pública de verdad, muchos más jueces, y mejores sistemas de readaptación. Y eso significar, al menos, triplicar lo que invertimos. Literalmente, es cuestión de vida o muerte… del mismo Estado.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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