De antemano se sabe que la estrategia para luchar contra la inseguridad y la violencia requiere una revisión integral. Las cifras públicas y de la sociedad civil sobre la criminalidad son inaceptables, y aluden a una tragedia personal y familiar de carácter nacional. Si bien no se puede minimizar el problema, tampoco la solución. En sus propuestas, los partidos y los candidatos deberán pasar la prueba de fuego. La sociedad demanda respuestas y soluciones factibles. Los hechos trágicos se acumulan por día y la población entera está a la espera, con justa razón, de una solución de fondo.
A pesar del justo anhelo colectivo, es iluso pensar que hay una cura inmediata para este mal. La criminalidad se ha interiorizado en el tejido social, en la economía, en la política y en los gobiernos. Es un monstruo de mil cabezas que tiene como origen la ausencia del Estado y como expresión inequívoca la impunidad. Como tal, no solo son el tema social o la economía las causas profundas del problema. La pobreza, la desigualdad y la falta de expectativas de nuestros jóvenes no son singularmente peores respecto al pasado; por eso es inevitable remitirnos al problema de la impunidad, la incapacidad del Estado de ejercer justicia, de sancionar a los responsables de las acciones criminales.
El candidato de Morena, Andrés Manuel López Obrador, ha propuesto una amnistía a los criminales como solución. Lo primero que hay que reprocharle es que lo haya expresado en la precampaña, ya que es un mensaje que alienta y mete en la elección a la amenaza mayor que hay para la paz del país: los narcotraficantes. Ellos ya tienen candidato, aunque no haya sido ese el propósito de Andrés Manuel. Ellos, y sus pandillas, no son guerrilleros, luchadores sociales o personas a los que el régimen neoliberal ha llevado al crimen y que, por lo mismo, son merecedores del trato que en su momento se da, en otros contextos, a esos grupos con un propósito de alcanzar la paz. Más bien, son asesinos, violadores, secuestradores, con un enorme poder económico y de fuego, multiplicados por la impunidad al infinito en grupos que suman cientos, miles de células, con capacidad criminal propia.
Un mensaje complaciente hacia esos grupos, de parte del candidato que lleva ventaja en las intenciones de voto, no es lo mejor para ganar la batalla al crimen; es justo lo contrario. Si es el caso de que López Obrador tiene la convicción profunda sobre esta vía para alcanzar la paz, lo menos que debió hacer es reservársela y no hacer campaña que bien puede significar una forma de apología del crimen y una afrenta a las víctimas. Nuestras fuerzas armadas, las policías, los jueces, los periodistas, las organizaciones civiles y todos aquellos que les enfrentan, por no decir las propias víctimas, lo que menos necesitan es que un candidato de la importancia de López Obrador presente una solución a satisfacción del enemigo mayor que enfrenta México.
Sin embargo, el candidato se ha sostenido en la postura. Voceros suyos, muy próximos en su afecto o confianza, como Alfonso Durazo y la ex ministra Olga Sánchez Cordero, han intentado mitigar el efecto negativo y la controversia, aportando elementos que todavía preocupan más, especialmente en el caso de la segunda.
En efecto, las referencias que hace la señora Sánchez Cordero son preocupantes en extremo. Confunde los casos de amnistía a enemigos con motivación política, como fueron los del presidente Juárez a los enemigos de la República presos por traición, sedición, conspiración y demás delitos políticos; los del presidente Luis Echeverría a favor de quien cometiera delitos de sedición, rebelión y conexos en el conflicto estudiantil de 1968, o los del presidente Carlos Salinas a favor de quienes hubieran cometido delitos de violencia en Chiapas el 1 de enero de 1994. Estos eventos que forman parte de la historia no se equiparan con los delitos asociados al narcotráfico y particularmente al perfil de los delincuentes a los que se propone amnistiar.
La ex ministra señala que “Morena (…) busca una amnistía a esos millones que han sido reclutados y cooptados por el crimen organizado por no tener las oportunidades —que todo mexicano debiera tener— en un estado de derecho que proteja, respete y garantice los derechos humanos”.
El problema es que se parte de un diagnóstico errado: criminalizar la pobreza. No son delincuentes por ser pobres. La red de criminalidad está en todo el tejido social. Y en la base, donde algunos solo ven nobleza, —que la hay— es donde, sin embargo, se pueden dar las atrocidades más extremas. Solo, como ejemplo, basta con ver lo ocurrido en días pasados con los tres estudiantes de la Universidad de Guadalajara. Esa base social del crimen es la que asesina, secuestra, mata y desaparece a muchas personas, la mayoría inocentes o confundidos, como sucedió con los 43 estudiantes asesinados en Iguala o con estos muchachos cruelmente torturados y privados de la vida por estar en el lugar y en el momento inadecuados.
Las coordenadas para la solución en materia de inseguridad necesariamente trasladan al terreno de la justicia, como lo reconoce la señora Sánchez Cordero. Pero no será la de la complacencia, la del perdón y olvido a quienes cometen los peores crímenes. La justicia que el país requiere es la que acabe con la impunidad, la que lleve a la sanción a quienes han cometido los delitos más graves, humillantes y extremos contra la sociedad. Se requiere firmeza y determinación, no oportunismo por confusión, ignorancia o, peor, por cálculo electoral.
Otro aspecto fundamental, tabú no solo en campañas, es la complicidad social en materia delictiva. Es cierto, hay comunidades, grupos sociales, empresas, organizaciones y —espero que no sea el caso— corrientes políticas que han sido penetradas por el crimen organizado. Es necesario reconocerlo, pero también dar solución correctiva y preventiva antes de que el problema de por sí grave nos rebase y ponga en jaque a la estructura institucional del Estado para hacerle frente. De ese tamaño es el desafío y, por ello, no hay espacio para la ingenuidad ni para el irresponsable y calculado oportunismo. Se requiere fortalecer al Estado de Derecho, no debilitarlo.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
A pesar del justo anhelo colectivo, es iluso pensar que hay una cura inmediata para este mal. La criminalidad se ha interiorizado en el tejido social, en la economía, en la política y en los gobiernos. Es un monstruo de mil cabezas que tiene como origen la ausencia del Estado y como expresión inequívoca la impunidad. Como tal, no solo son el tema social o la economía las causas profundas del problema. La pobreza, la desigualdad y la falta de expectativas de nuestros jóvenes no son singularmente peores respecto al pasado; por eso es inevitable remitirnos al problema de la impunidad, la incapacidad del Estado de ejercer justicia, de sancionar a los responsables de las acciones criminales.
El candidato de Morena, Andrés Manuel López Obrador, ha propuesto una amnistía a los criminales como solución. Lo primero que hay que reprocharle es que lo haya expresado en la precampaña, ya que es un mensaje que alienta y mete en la elección a la amenaza mayor que hay para la paz del país: los narcotraficantes. Ellos ya tienen candidato, aunque no haya sido ese el propósito de Andrés Manuel. Ellos, y sus pandillas, no son guerrilleros, luchadores sociales o personas a los que el régimen neoliberal ha llevado al crimen y que, por lo mismo, son merecedores del trato que en su momento se da, en otros contextos, a esos grupos con un propósito de alcanzar la paz. Más bien, son asesinos, violadores, secuestradores, con un enorme poder económico y de fuego, multiplicados por la impunidad al infinito en grupos que suman cientos, miles de células, con capacidad criminal propia.
Un mensaje complaciente hacia esos grupos, de parte del candidato que lleva ventaja en las intenciones de voto, no es lo mejor para ganar la batalla al crimen; es justo lo contrario. Si es el caso de que López Obrador tiene la convicción profunda sobre esta vía para alcanzar la paz, lo menos que debió hacer es reservársela y no hacer campaña que bien puede significar una forma de apología del crimen y una afrenta a las víctimas. Nuestras fuerzas armadas, las policías, los jueces, los periodistas, las organizaciones civiles y todos aquellos que les enfrentan, por no decir las propias víctimas, lo que menos necesitan es que un candidato de la importancia de López Obrador presente una solución a satisfacción del enemigo mayor que enfrenta México.
Sin embargo, el candidato se ha sostenido en la postura. Voceros suyos, muy próximos en su afecto o confianza, como Alfonso Durazo y la ex ministra Olga Sánchez Cordero, han intentado mitigar el efecto negativo y la controversia, aportando elementos que todavía preocupan más, especialmente en el caso de la segunda.
En efecto, las referencias que hace la señora Sánchez Cordero son preocupantes en extremo. Confunde los casos de amnistía a enemigos con motivación política, como fueron los del presidente Juárez a los enemigos de la República presos por traición, sedición, conspiración y demás delitos políticos; los del presidente Luis Echeverría a favor de quien cometiera delitos de sedición, rebelión y conexos en el conflicto estudiantil de 1968, o los del presidente Carlos Salinas a favor de quienes hubieran cometido delitos de violencia en Chiapas el 1 de enero de 1994. Estos eventos que forman parte de la historia no se equiparan con los delitos asociados al narcotráfico y particularmente al perfil de los delincuentes a los que se propone amnistiar.
La ex ministra señala que “Morena (…) busca una amnistía a esos millones que han sido reclutados y cooptados por el crimen organizado por no tener las oportunidades —que todo mexicano debiera tener— en un estado de derecho que proteja, respete y garantice los derechos humanos”.
El problema es que se parte de un diagnóstico errado: criminalizar la pobreza. No son delincuentes por ser pobres. La red de criminalidad está en todo el tejido social. Y en la base, donde algunos solo ven nobleza, —que la hay— es donde, sin embargo, se pueden dar las atrocidades más extremas. Solo, como ejemplo, basta con ver lo ocurrido en días pasados con los tres estudiantes de la Universidad de Guadalajara. Esa base social del crimen es la que asesina, secuestra, mata y desaparece a muchas personas, la mayoría inocentes o confundidos, como sucedió con los 43 estudiantes asesinados en Iguala o con estos muchachos cruelmente torturados y privados de la vida por estar en el lugar y en el momento inadecuados.
Las coordenadas para la solución en materia de inseguridad necesariamente trasladan al terreno de la justicia, como lo reconoce la señora Sánchez Cordero. Pero no será la de la complacencia, la del perdón y olvido a quienes cometen los peores crímenes. La justicia que el país requiere es la que acabe con la impunidad, la que lleve a la sanción a quienes han cometido los delitos más graves, humillantes y extremos contra la sociedad. Se requiere firmeza y determinación, no oportunismo por confusión, ignorancia o, peor, por cálculo electoral.
Otro aspecto fundamental, tabú no solo en campañas, es la complicidad social en materia delictiva. Es cierto, hay comunidades, grupos sociales, empresas, organizaciones y —espero que no sea el caso— corrientes políticas que han sido penetradas por el crimen organizado. Es necesario reconocerlo, pero también dar solución correctiva y preventiva antes de que el problema de por sí grave nos rebase y ponga en jaque a la estructura institucional del Estado para hacerle frente. De ese tamaño es el desafío y, por ello, no hay espacio para la ingenuidad ni para el irresponsable y calculado oportunismo. Se requiere fortalecer al Estado de Derecho, no debilitarlo.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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