Imaginemos desde ya cómo va a gobernar Obrador, partiendo meramente de algunas de las propuestas que ha formulado públicamente. Uno de sus seguidores en la red expresó, por ejemplo, que le dará su voto porque le parece muy bien que vaya a vender el avión presidencial. Detengámonos un momento, luego entonces, a reflexionar sobre este tema: para empezar, no es el “avión de Peña”, como ha propagado el candidato de Morena en esos miles y miles de spots que el INE, acobardado ante la mera perspectiva de sancionarlo, le ha permitido difundir a sus anchas desde mucho antes de que comenzara la actual campaña presidencial (y luego van de víctimas, el hombre y los suyos, denunciando que hay una “guerra sucia” en su contra, lloriqueando porque se dicen perseguidos por el aparato del “poder” siendo, por el contrario, que abusan flagrantemente de las prerrogativas que les otorga ese mismísimo “sistema” que tanto denuestan, entre ellas, carretadas de fondos públicos, espacios propagandísticos en los medios y plena libertad no sólo para expresarse sino para propalar falsedades). No es el avión de Enrique Peña, repito, sino la aeronave que usan los jefes del Estado mexicano. Pero, además, la compra no fue negociada por el actual presidente de la República sino por su antecesor, Felipe Calderón, ese mismo cuya mujer parece ahora tan dispuesta a dinamitar las posibilidades del segundo lugar en la competencia electoral. Pues bien, por si no lo sabe El Peje, la práctica totalidad de los gobernantes de las naciones de este mundo utilizan medios de transporte especiales. O sea, que no se desplazan en aerolíneas ni toman el Metro. Es una práctica enteramente normal y aceptada universalmente. Entonces, ¿por qué habría de ser México un país radicalmente diferente a los demás? ¿Por qué tendría que deshacerse por completo de la flota aérea de su Gobierno y por qué tendría el secretario de Gobernación, para mayores señas, que privarse de poder acudir a una región azotada por un desastre natural al carecer de un helicóptero o de un Learjet? ¿Ése es el modelo que tan atractivo les parece a los simpatizantes de Obrador? En cuanto al costo del Boeing 787, lo de que “ni Obama” es una mentira grande como una casa: en su momento, los dos Air Force One que utilizan los presidentes de los Estados Unidos costaron 330 millones de dólares cada uno. Fueron adquiridos en 1990, por George Bush sénior. Trump, a su llegada a la Casa Blanca, negoció con el fabricante de Seattle una rebaja en la compra de dos nuevas aeronaves: costarán así, cada una, mil 950 millones de dólares. Es decir, casi 4 mil millones por los dos aparatos. El avión que mandó adquirir el “espurio” tuvo un costo total de 218 millones de billetes verdes. Comparen ustedes las cifras nada más. Y, por favor, díganle al aspirante de Morena que no ofrezca en venta —¡a Trump por si fuera poco!— lo que no es suyo. Ese avión, hasta nuevo aviso, es propiedad de la Secretaría de la Defensa Nacional.
La idea de que aumenten los sueldos de “maestros, enfermeras, médicos, policías, soldados y otros servidores públicos” es, entendiblemente, mucho más atractiva para los votantes. Viviríamos, ahí sí, en un mundo mejor, qué duda cabe. El problema es que el gasto público se sustenta en los ingresos públicos, a saber, los impuestos. Y Obrador, al mismo tiempo que ofrece estas mejoras salariales, avisa de que “no aumentarán los impuestos ni la deuda pública”. Los dineros llegarán gracias al combate a la corrupción y al suprimirse los gastos suntuarios. Y, sí, sabemos que el Gobierno es un pésimo administrador pero, justamente por ello, ¿podemos suponer que, de pronto, se volverá tan descomunalmente eficiente como para, aparte de los antedichos incrementos a la burocracia, le alcance también para “financiar proyectos productivos”, para contratar a más de 2 millones de jóvenes “aprendices” con una paga mensual de 3 mil 600 pesos, para becar a todos los estudiantes que estén cursando el nivel medio superior, para duplicar la pensión de los adultos mayores, para garantizar atención médica y medicamentos gratuitos a toda la población, para modernizar seis refinerías y construir otras dos sin inversión privada, para reubicar las secretarías de Estado fuera de la capital del país, para fijar precios de garantía a los productos agrícolas, para subsidiar de nuevo las gasolinas y para emprender un amplio programa de vivienda, de obras y servicios públicos? No salen las cuentas pero, hay que decirlo nuevamente, la propuesta se diferencia de la anterior —la de vender la flota aérea del Gobierno federal— en que, de ser realizable, resulta colosalmente atrayente. Por poco que no te pongas a hacer números, estarás cautivado, hechizado y fascinado.
Menos tendrían que digerir los simpatizantes el propósito de cancelar la construcción de una obra, el nuevo aeropuerto, en la que ya se han invertido miles de millones de pesos. Desde luego que existe una natural indiferencia de muchísimos mexicanos respecto a las posibles necesidades de aquellos de sus compatriotas que sí pueden viajar en avión, por no hablar de resentimientos y rencores. Y hay también muchos recelos en lo que toca a los contratos, los sobrecostes y, una vez más, la corrupción. El proyecto, sin embargo, no está siendo mayormente financiado con fondos del erario sino con recursos de inversores, de fondos de retiro y con las propias ganancias de la empresa que administra el actual aeropuerto. Parar el proyecto, afrontar las sanciones previstas en los contratos, dejar de generar cientos de miles de nuevos puestos de trabajo —por no hablar de la supresión de los empleos de quienes ya están construyendo la obra— y tirar a la basura lo que ya se ha gastado no debiera ser un propósito atrayente para nadie.
En fin, cuatro de cada diez votantes han decidido, de cualquier manera, que el proyecto obradorista es perfectamente viable en lo financiero, en lo social y en lo económico. Por cierto, del futuro que nos espera cuando se reviertan las reformas estructurales no hemos hablado porque faltó espacio. Pero ya sabemos cómo quieren que estén las cosas los seguidores de Obrador: exactamente así como él las plantea.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
La idea de que aumenten los sueldos de “maestros, enfermeras, médicos, policías, soldados y otros servidores públicos” es, entendiblemente, mucho más atractiva para los votantes. Viviríamos, ahí sí, en un mundo mejor, qué duda cabe. El problema es que el gasto público se sustenta en los ingresos públicos, a saber, los impuestos. Y Obrador, al mismo tiempo que ofrece estas mejoras salariales, avisa de que “no aumentarán los impuestos ni la deuda pública”. Los dineros llegarán gracias al combate a la corrupción y al suprimirse los gastos suntuarios. Y, sí, sabemos que el Gobierno es un pésimo administrador pero, justamente por ello, ¿podemos suponer que, de pronto, se volverá tan descomunalmente eficiente como para, aparte de los antedichos incrementos a la burocracia, le alcance también para “financiar proyectos productivos”, para contratar a más de 2 millones de jóvenes “aprendices” con una paga mensual de 3 mil 600 pesos, para becar a todos los estudiantes que estén cursando el nivel medio superior, para duplicar la pensión de los adultos mayores, para garantizar atención médica y medicamentos gratuitos a toda la población, para modernizar seis refinerías y construir otras dos sin inversión privada, para reubicar las secretarías de Estado fuera de la capital del país, para fijar precios de garantía a los productos agrícolas, para subsidiar de nuevo las gasolinas y para emprender un amplio programa de vivienda, de obras y servicios públicos? No salen las cuentas pero, hay que decirlo nuevamente, la propuesta se diferencia de la anterior —la de vender la flota aérea del Gobierno federal— en que, de ser realizable, resulta colosalmente atrayente. Por poco que no te pongas a hacer números, estarás cautivado, hechizado y fascinado.
Menos tendrían que digerir los simpatizantes el propósito de cancelar la construcción de una obra, el nuevo aeropuerto, en la que ya se han invertido miles de millones de pesos. Desde luego que existe una natural indiferencia de muchísimos mexicanos respecto a las posibles necesidades de aquellos de sus compatriotas que sí pueden viajar en avión, por no hablar de resentimientos y rencores. Y hay también muchos recelos en lo que toca a los contratos, los sobrecostes y, una vez más, la corrupción. El proyecto, sin embargo, no está siendo mayormente financiado con fondos del erario sino con recursos de inversores, de fondos de retiro y con las propias ganancias de la empresa que administra el actual aeropuerto. Parar el proyecto, afrontar las sanciones previstas en los contratos, dejar de generar cientos de miles de nuevos puestos de trabajo —por no hablar de la supresión de los empleos de quienes ya están construyendo la obra— y tirar a la basura lo que ya se ha gastado no debiera ser un propósito atrayente para nadie.
En fin, cuatro de cada diez votantes han decidido, de cualquier manera, que el proyecto obradorista es perfectamente viable en lo financiero, en lo social y en lo económico. Por cierto, del futuro que nos espera cuando se reviertan las reformas estructurales no hemos hablado porque faltó espacio. Pero ya sabemos cómo quieren que estén las cosas los seguidores de Obrador: exactamente así como él las plantea.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario