El tigre no está suelto, pero se apresta —ansioso— al llamado de su amo. Para lo que quiera: dos o tres millones en las calles si se tratara —por ejemplo— de apoyarlo en la expropiación de las empresas que se opusieran a sus designios, de acuerdo con lo que plantea Paco Ignacio Taibo II, en un video que circula por redes sociales, a otros simpatizantes de Morena.
Dos o tres millones en las calles, dispuestos a todo, para estrangular a los empresarios: tras la publicación, entre explicaciones, condenas y matices de sus subalternos, López Obrador dejó pasar unas horas antes de aclarar —con magnanimidad en una entrevista— que no habrá expropiaciones. De los métodos sugeridos para lograrlas, ni media palabra: el músculo, al final, había sido mostrado.
Ni media palabra. Andrés Manuel sabe muy bien lo que dice, cuando hace referencia al tigre que no amarrará cuando pierda la elección: él fue quien lo encontró cuando era pequeño, lo alimentó de rencores y lo ha mirado crecer, complaciente, hasta convertirlo en la bestia sedienta de sangre a la que puso nombre y consiguió registro como partido. El tigre que, hoy, ve cercano no el momento del cambio democrático —o de plantear un mejor proyecto de país— sino el de saciar su resentimiento. El tigre que habla —y exige lo prometido— en la voz de Taibo II: “Abajo todas las pinches reformas neoliberales”; “Andrés, exprópialos. Chinguen su madre. Exprópialos”. Es muy claro: cuando López Obrador habla del tigre se refiere a su propia obra. El tigre es la Morena real.
La Morena real. Morena no es, tan sólo, las declaraciones de amor y paz que realiza Andrés Manuel. Morena no es, tampoco, lo que tratan de explicar —entre maromas— quienes tienen a su cargo la infame tarea de interpretación, y exégesis cotidiana, de sus actos y dichos. Morena es —también y sobre todo— el núcleo duro que López Obrador ha cultivado durante todos estos años con engaños y falacias, el que vocifera y quiere ocupar las calles. El que desde ahora anticipa la violencia, el que —si no gana— ya anunció los chingadazos.
Miedo, dice la campaña —negra— en contra de López Obrador. Un miedo que, sin embargo, no sólo aplicaría a los indecisos: ¿qué sentirán quienes le apoyan para combatir un gobierno autoritario, cuando declara que no es capaz de encontrar cualidad alguna en sus adversarios? ¿Qué pueden sentir quienes esperan democracia, pero se encuentran con que los cargos de mayor confianza están reservados a sus hijos, y para los demás tendrían que sujetarse a una tómbola? ¿Qué sentirán quienes pertenecen a la comunidad LGBT+ y —tras años de lucha— ahora tienen que defender los intereses de un partido que se opone —de manera explícita— al matrimonio igualitario, y al derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo? ¿Qué sentirán? ¿Confianza? ¿Entusiasmo? ¿Realmente le pueden creer? ¿“Sonríe, ya ganamos”?
Miedo, en realidad. Confiar en Andrés Manuel es un acto de fe que produce resquemor en sus propios seguidores: el “¿quién chingados le dijo a Romo que somos ‘nos’?”, con el que Taibo II cuestiona a Alfonso Romo, y el “Chinguen su madre. Exprópialos” no son, a final de cuentas, sino los primeros rugidos del tigre ante una presa que no siente segura, y para la que pide el apoyo de los tontos útiles —antes académicos respetables— que lo siguen, y que viven la pesadilla del aprendiz de brujo que ha tenido que pasar, de matizar los chingadazos de Ackerman, a tratar de plantear un modelo económico basado en la cancelación de un aeropuerto —que saben necesario— y la venta de un avión —que saben a largo plazo irrelevante: tontos útiles que, ahora, tratan de explicar amnistías y expropiaciones.
Tontos útiles que tienen que justificar también, de alguna manera, que la violencia y la corrupción terminarán con el ejemplo de quien fue patrón de Bejarano y con la visita bendita del papa Francisco. Que no se responda en los debates. Que la equidad venga de la mano de los evangélicos.
Qué miedo. De verdad, qué miedo.
Dos o tres millones en las calles, dispuestos a todo, para estrangular a los empresarios: tras la publicación, entre explicaciones, condenas y matices de sus subalternos, López Obrador dejó pasar unas horas antes de aclarar —con magnanimidad en una entrevista— que no habrá expropiaciones. De los métodos sugeridos para lograrlas, ni media palabra: el músculo, al final, había sido mostrado.
Ni media palabra. Andrés Manuel sabe muy bien lo que dice, cuando hace referencia al tigre que no amarrará cuando pierda la elección: él fue quien lo encontró cuando era pequeño, lo alimentó de rencores y lo ha mirado crecer, complaciente, hasta convertirlo en la bestia sedienta de sangre a la que puso nombre y consiguió registro como partido. El tigre que, hoy, ve cercano no el momento del cambio democrático —o de plantear un mejor proyecto de país— sino el de saciar su resentimiento. El tigre que habla —y exige lo prometido— en la voz de Taibo II: “Abajo todas las pinches reformas neoliberales”; “Andrés, exprópialos. Chinguen su madre. Exprópialos”. Es muy claro: cuando López Obrador habla del tigre se refiere a su propia obra. El tigre es la Morena real.
La Morena real. Morena no es, tan sólo, las declaraciones de amor y paz que realiza Andrés Manuel. Morena no es, tampoco, lo que tratan de explicar —entre maromas— quienes tienen a su cargo la infame tarea de interpretación, y exégesis cotidiana, de sus actos y dichos. Morena es —también y sobre todo— el núcleo duro que López Obrador ha cultivado durante todos estos años con engaños y falacias, el que vocifera y quiere ocupar las calles. El que desde ahora anticipa la violencia, el que —si no gana— ya anunció los chingadazos.
Miedo, dice la campaña —negra— en contra de López Obrador. Un miedo que, sin embargo, no sólo aplicaría a los indecisos: ¿qué sentirán quienes le apoyan para combatir un gobierno autoritario, cuando declara que no es capaz de encontrar cualidad alguna en sus adversarios? ¿Qué pueden sentir quienes esperan democracia, pero se encuentran con que los cargos de mayor confianza están reservados a sus hijos, y para los demás tendrían que sujetarse a una tómbola? ¿Qué sentirán quienes pertenecen a la comunidad LGBT+ y —tras años de lucha— ahora tienen que defender los intereses de un partido que se opone —de manera explícita— al matrimonio igualitario, y al derecho de las mujeres a decidir sobre su cuerpo? ¿Qué sentirán? ¿Confianza? ¿Entusiasmo? ¿Realmente le pueden creer? ¿“Sonríe, ya ganamos”?
Miedo, en realidad. Confiar en Andrés Manuel es un acto de fe que produce resquemor en sus propios seguidores: el “¿quién chingados le dijo a Romo que somos ‘nos’?”, con el que Taibo II cuestiona a Alfonso Romo, y el “Chinguen su madre. Exprópialos” no son, a final de cuentas, sino los primeros rugidos del tigre ante una presa que no siente segura, y para la que pide el apoyo de los tontos útiles —antes académicos respetables— que lo siguen, y que viven la pesadilla del aprendiz de brujo que ha tenido que pasar, de matizar los chingadazos de Ackerman, a tratar de plantear un modelo económico basado en la cancelación de un aeropuerto —que saben necesario— y la venta de un avión —que saben a largo plazo irrelevante: tontos útiles que, ahora, tratan de explicar amnistías y expropiaciones.
Tontos útiles que tienen que justificar también, de alguna manera, que la violencia y la corrupción terminarán con el ejemplo de quien fue patrón de Bejarano y con la visita bendita del papa Francisco. Que no se responda en los debates. Que la equidad venga de la mano de los evangélicos.
Qué miedo. De verdad, qué miedo.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario