Es un lugar común decir hoy que las ideologías han perdido peso en los partidos políticos. Ahora, el pragmatismo es lo que impera en la mayoría. Los partidos han dejado de ser asociaciones que buscan el poder en torno a un proyecto político común. De hecho, en su origen, el PRI remite a la necesidad práctica de mantener el poder en el momento más crítico de la democracia, que es la sucesión del líder del país. El problema en aquellos años era lo recurrente, la disidencia optando por la vía armada. La pretensión del general Elías Calles era transitar a un país de civilidad política a través de las instituciones; eso se cumplió plenamente y sirvió para normalizar la vida interna del partido de Estado.
El pragmatismo es algo que no se puede imaginar separado de la lucha por el poder. Hay que ser prácticos para obtenerlo o para mantenerlo. Lo que ocurre es que si bien siempre ha estado presente, ahora ha terminado por desdibujar la competencia y a los competidores. La alianza PAN, PRD y Movimiento Ciudadano revela la magnitud del cambio. Lo que ahora mueve a los partidos es ganar el poder a costa incluso de la identidad política de origen. Se sacrifica la ideología en favor de los votos. Por ejemplo, lo que hay en común entre las organizaciones políticas que componen al Frente es combatir al PRI.
El PAN anhela regresar al poder; el PRD pretende no desaparecer frente a la competencia que le plantea el partido de López Obrador, mientras que Movimiento Ciudadano trata de subsistir en la escena nacional; recientemente desapareció como opción en Veracruz, pero ahora es la fuerza dominante en Jalisco. Dante Delgado sabe, mejor que nadie, que el pragmatismo paga.
Lo realmente relevante de esta elección, sin embargo, es el tránsito de López Obrador al pragmatismo. Por una parte, se entiende, está la necesidad de su partido de construir una estructura política en territorio, lo que lo ha llevado, asombrosamente, a sumar de todo; pero las motivaciones van más allá, la obtención del poder por el poder. Por eso no hay un criterio de selección, y esto lo ha expuesto seriamente, sobre todo cuando sus socios de camino, el PT y el PES, tienen intereses muy comprometedores para la figura y el proyecto andresmanuelista, como la posible postulación del ex gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo, y Margarita Arellanes en Monterrey.
El cambio en la postura de López Obrador ante su deseo de no perder la tercera de sus campañas presidenciales se revela prácticamente en todos los estados, donde la prensa da cuenta todos los días de la incorporación a Morena de grupos y personajes que en el pasado habrían sido repudiados por el tabasqueño, pero que hoy tienen no solo un espacio y candidaturas, sino para algunos, acaso lo más importante, perdón y reivindicación. La postura es clara: en Morena hay una estrategia explícita de pragmatismo, que pasa incluso por la cooptación, sin importar postura política o antecedentes. También en esta nueva actitud se suscribe la coalición con el PES, un partido que en temas fundamentales se aleja, quizás no de la postura de López Obrador, pero sí de buena parte de sus seguidores, quienes asumen erróneamente que Morena es un partido progresista en aspectos centrales de la agenda social.
El PRI, por su parte, también dio muestra de pragmatismo en 2018. Optó por un candidato que no milita en sus filas. Fue una decisión a la altura del desafío en puerta, con el propósito de sumar a electores que no solo no forman parte de un partido, sino que tienen un sentimiento de rechazo a la política convencional y a los partidos mismos. Esta condición le permite a José Antonio Meade tener una mayor credibilidad que sus adversarios en el amplio espectro de los ciudadanos. El desafío en la campaña de Meade es de comunicación. El candidato tiene que acreditar una biografía que se corresponde a dos atributos altamente apreciados por la ciudadanía: experiencia y buenas cuentas en altas responsabilidades del servicio público, y honestidad. Curiosamente, Meade será el único candidato genuinamente ciudadano en la boleta de la elección de julio.
En el pragmatismo campante de nuestros días, López Obrador se ha desentendido no solo de las ataduras ideológicas que él mismo se impuso en 2006 y 2012, como aquél populista “primero los pobres” del que ahora nadie en su equipo habla, sino incluso de los tiempos y de las normas. Ricardo Anaya es quizá quien ha entendido mejor el pragmatismo en el uso del poder, se apropió de la candidatura del PAN, se deshizo de su disidencia interna, sumó al PRD y al MC a su causa, promovió el Frente y sigue en esa línea, al grado de que es tiempo de que el PRI dispute el espacio mediático con una mayor agilidad en la definición de la agenda.
Hoy el PRI debe asumirse en contienda como una más de las opciones en competencia y mantenerse pragmático, sin llegar a perder de vista que no se trata de ganar por ganar, o de ganar a costa de lo que sea, sino de preservar lo logrado y para profundizar los cambios que exige la sociedad; para ello debe empezar por reconocer que además de su fortaleza territorial, atributo del que carecen sus adversarios, tiene un candidato competitivo, con excelente perfil para el momento y para atender los desafíos y las oportunidades que el futuro depara al país. La mayor o menor competitividad de Meade dependerá, precisamente, de que se le presente como lo que es, como el único candidato sin ataduras partidarias; aquél cuya candidatura, aunque surgida como nunca antes de la conveniencia en la búsqueda del poder, ha ido encontrando en esta precampaña inspiración en lo mejor del ideal priista, ese que abreva del pasado no para quedarse en la añoranza, sino para construir futuro.
El reto del PRI en esta elección es trascender el sentimiento de enojo y frustración que por muchas razones y causas se ha apoderado de una buena parte de la sociedad, especialmente de las clases medias preparadas, y hacer comprensible al mayor número de mexicanos, que más que un deterioro de la situación, lo que se enfrenta es una crisis de expectativas, un pesimismo derivado de la pérdida de horizonte de progreso y bienestar, a partir de insuficiencias estructurales del sistema de gobierno que, si no se atienden, mantendrán al país en el círculo perverso de esperanza y desencanto.
http://twitter.com/liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El pragmatismo es algo que no se puede imaginar separado de la lucha por el poder. Hay que ser prácticos para obtenerlo o para mantenerlo. Lo que ocurre es que si bien siempre ha estado presente, ahora ha terminado por desdibujar la competencia y a los competidores. La alianza PAN, PRD y Movimiento Ciudadano revela la magnitud del cambio. Lo que ahora mueve a los partidos es ganar el poder a costa incluso de la identidad política de origen. Se sacrifica la ideología en favor de los votos. Por ejemplo, lo que hay en común entre las organizaciones políticas que componen al Frente es combatir al PRI.
El PAN anhela regresar al poder; el PRD pretende no desaparecer frente a la competencia que le plantea el partido de López Obrador, mientras que Movimiento Ciudadano trata de subsistir en la escena nacional; recientemente desapareció como opción en Veracruz, pero ahora es la fuerza dominante en Jalisco. Dante Delgado sabe, mejor que nadie, que el pragmatismo paga.
Lo realmente relevante de esta elección, sin embargo, es el tránsito de López Obrador al pragmatismo. Por una parte, se entiende, está la necesidad de su partido de construir una estructura política en territorio, lo que lo ha llevado, asombrosamente, a sumar de todo; pero las motivaciones van más allá, la obtención del poder por el poder. Por eso no hay un criterio de selección, y esto lo ha expuesto seriamente, sobre todo cuando sus socios de camino, el PT y el PES, tienen intereses muy comprometedores para la figura y el proyecto andresmanuelista, como la posible postulación del ex gobernador de Michoacán, Fausto Vallejo, y Margarita Arellanes en Monterrey.
El cambio en la postura de López Obrador ante su deseo de no perder la tercera de sus campañas presidenciales se revela prácticamente en todos los estados, donde la prensa da cuenta todos los días de la incorporación a Morena de grupos y personajes que en el pasado habrían sido repudiados por el tabasqueño, pero que hoy tienen no solo un espacio y candidaturas, sino para algunos, acaso lo más importante, perdón y reivindicación. La postura es clara: en Morena hay una estrategia explícita de pragmatismo, que pasa incluso por la cooptación, sin importar postura política o antecedentes. También en esta nueva actitud se suscribe la coalición con el PES, un partido que en temas fundamentales se aleja, quizás no de la postura de López Obrador, pero sí de buena parte de sus seguidores, quienes asumen erróneamente que Morena es un partido progresista en aspectos centrales de la agenda social.
El PRI, por su parte, también dio muestra de pragmatismo en 2018. Optó por un candidato que no milita en sus filas. Fue una decisión a la altura del desafío en puerta, con el propósito de sumar a electores que no solo no forman parte de un partido, sino que tienen un sentimiento de rechazo a la política convencional y a los partidos mismos. Esta condición le permite a José Antonio Meade tener una mayor credibilidad que sus adversarios en el amplio espectro de los ciudadanos. El desafío en la campaña de Meade es de comunicación. El candidato tiene que acreditar una biografía que se corresponde a dos atributos altamente apreciados por la ciudadanía: experiencia y buenas cuentas en altas responsabilidades del servicio público, y honestidad. Curiosamente, Meade será el único candidato genuinamente ciudadano en la boleta de la elección de julio.
En el pragmatismo campante de nuestros días, López Obrador se ha desentendido no solo de las ataduras ideológicas que él mismo se impuso en 2006 y 2012, como aquél populista “primero los pobres” del que ahora nadie en su equipo habla, sino incluso de los tiempos y de las normas. Ricardo Anaya es quizá quien ha entendido mejor el pragmatismo en el uso del poder, se apropió de la candidatura del PAN, se deshizo de su disidencia interna, sumó al PRD y al MC a su causa, promovió el Frente y sigue en esa línea, al grado de que es tiempo de que el PRI dispute el espacio mediático con una mayor agilidad en la definición de la agenda.
Hoy el PRI debe asumirse en contienda como una más de las opciones en competencia y mantenerse pragmático, sin llegar a perder de vista que no se trata de ganar por ganar, o de ganar a costa de lo que sea, sino de preservar lo logrado y para profundizar los cambios que exige la sociedad; para ello debe empezar por reconocer que además de su fortaleza territorial, atributo del que carecen sus adversarios, tiene un candidato competitivo, con excelente perfil para el momento y para atender los desafíos y las oportunidades que el futuro depara al país. La mayor o menor competitividad de Meade dependerá, precisamente, de que se le presente como lo que es, como el único candidato sin ataduras partidarias; aquél cuya candidatura, aunque surgida como nunca antes de la conveniencia en la búsqueda del poder, ha ido encontrando en esta precampaña inspiración en lo mejor del ideal priista, ese que abreva del pasado no para quedarse en la añoranza, sino para construir futuro.
El reto del PRI en esta elección es trascender el sentimiento de enojo y frustración que por muchas razones y causas se ha apoderado de una buena parte de la sociedad, especialmente de las clases medias preparadas, y hacer comprensible al mayor número de mexicanos, que más que un deterioro de la situación, lo que se enfrenta es una crisis de expectativas, un pesimismo derivado de la pérdida de horizonte de progreso y bienestar, a partir de insuficiencias estructurales del sistema de gobierno que, si no se atienden, mantendrán al país en el círculo perverso de esperanza y desencanto.
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