Al llegar esta época del año, el ambiente se impregna de una suerte de insidiosa melancolía. Es, creo yo, porque sentimos el pasar del tiempo. Nuestro calendario es totalmente caprichoso cuando lo contrastas con la inmensidad del universo pero, después de todo, la Tierra sí remata, cada 365 días, un giro completo en torno al gran astro del Sistema Solar.
Los antiguos, en nuestro hemisferio, temían que la progresiva oscuridad del mundo, antes del solsticio de invierno, fuera irreversible y que el fin de la luz —o sea, de la vida— fuese una condena universal. Rezaban entonces a sus dioses, celebraban sacrificios (o lo que fuere), y cuando la duración de cada jornada comenzaba a alargarse de nuevo, agradecían la resurrección de las cosas oficiando grandiosas festividades.
Hoy, seguimos igual, a fines del diciembre que nos hemos fabricado, aunque nuestras solemnidades se hayan teñido de consumismo y de esa obligatoria alegría que nos hace salir corriendo a la tienda a adquirir regalos y a festejar estridentemente con los amigos. Es también el tiempo, nos dicen, de estar con la familia, de acercarnos a los nuestros para compartir una calidez que, así sea que se evapore en cuanto algún miembro de la diminuta tribu comience a hurgar en el baúl de los sempiternos agravios, es pactada previamente entre todos. Nadie, sin embargo, establece cuál deba ser la opción al alcance de los solitarios, de que han dejado el terruño, de los viejos abandonados o de los huérfanos en los hospicios.
Los demás no entristecemos, de cualquier manera, al tener que mirar inevitablemente hacia atrás y, también, porque las Navidades nos llevan a los territorios de una infancia poblada de ilusiones, deseos incumplidos, terrores, anhelos desmesurados y sucesos que no comprendíamos.
Los días pasan aceleradamente, sin que podamos casi retener la esencia de lo real y, hoy, una vez más, nos congregamos para conjurar, como nuestros ancestros, el advenimiento de las sombras. Y, sí, ya vuelve la luz.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Los antiguos, en nuestro hemisferio, temían que la progresiva oscuridad del mundo, antes del solsticio de invierno, fuera irreversible y que el fin de la luz —o sea, de la vida— fuese una condena universal. Rezaban entonces a sus dioses, celebraban sacrificios (o lo que fuere), y cuando la duración de cada jornada comenzaba a alargarse de nuevo, agradecían la resurrección de las cosas oficiando grandiosas festividades.
Hoy, seguimos igual, a fines del diciembre que nos hemos fabricado, aunque nuestras solemnidades se hayan teñido de consumismo y de esa obligatoria alegría que nos hace salir corriendo a la tienda a adquirir regalos y a festejar estridentemente con los amigos. Es también el tiempo, nos dicen, de estar con la familia, de acercarnos a los nuestros para compartir una calidez que, así sea que se evapore en cuanto algún miembro de la diminuta tribu comience a hurgar en el baúl de los sempiternos agravios, es pactada previamente entre todos. Nadie, sin embargo, establece cuál deba ser la opción al alcance de los solitarios, de que han dejado el terruño, de los viejos abandonados o de los huérfanos en los hospicios.
Los demás no entristecemos, de cualquier manera, al tener que mirar inevitablemente hacia atrás y, también, porque las Navidades nos llevan a los territorios de una infancia poblada de ilusiones, deseos incumplidos, terrores, anhelos desmesurados y sucesos que no comprendíamos.
Los días pasan aceleradamente, sin que podamos casi retener la esencia de lo real y, hoy, una vez más, nos congregamos para conjurar, como nuestros ancestros, el advenimiento de las sombras. Y, sí, ya vuelve la luz.
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