La suerte parece ya echada en lo que toca a los contendientes que pretenden ocupar la Presidencia de la República cuando el denostado Enrique Peña se marche a casa (no paramos, aquí, de denunciar la naturaleza consustancialmente autoritaria de nuestro régimen político —de asesinos, genocidas y represores no los bajamos, a los gobernantes de Estados Unidos Mexicanos— pero, miren, esos repudiados mandamases no sólo no se perpetúan en el poder sino que sus partidos políticos tampoco van a seguir al mando): o sea, que tenemos ya a tres precandidatos del tamaño de una casa. Faltan nada más los esforzados espontáneos que logren sumar las firmas de apoyo ciudadano que exige el Instituto Nacional Electoral.
De José Antonio Meade no se puede en lo absoluto afirmar que carezca de tamaños: es un tipo honrado, con una formación académica de primerísimo nivel y una trayectoria ejemplar en el servicio público. No sabemos realmente si su llegada a la suprema candidatura del Partido Revolucionario Institucional resulta del gran sacrificio de alguno de los aspirantes que hubieren parecido más genéticamente puros en la subespecie priista, ignoramos igualmente si no era en verdad el gallo del presidente de la República y desconocemos si su advenimiento propició rupturas internas tan invisibles como existentes pero podemos afirmar, creo, que su elección es la muestra del más acabado pragmatismo. El problema que tiene el hombre, como ya lo hemos escrito aquí, es que su condición de no militante del antiguo partido oficial entraña una especie de indisoluble contradicción en tanto que, para algunos votantes, representaría al individuo independiente que desean y, al mismo tiempo, la mismísima circunstancia de que compita representando los colores del PRI lo trasmuta en el emisario directo de un sistema que millones de otros electores repudian. Planteado de otra forma, ¿las cualidades personales de un candidato sobresaliente pueden primar sobre el rechazo que despierta un régimen, el del actual primer mandatario, al cual muchísimos mexicanos le imputan todas las posibles adversidades de la nación y al que le niegan cualquier logro? Por más que quisiere distanciarse de sus mentores —lo cual, encima, no sería nada ejemplar de cara a sus correligionarios de ocasión— Meade es el candidato de Peña, lleva puesta la camiseta del PRI y simboliza, para bien o para mal, la continuidad de un modelo.
El segundo integrante del trio de competidores es otro individuo de excepcionales cualidades: a Ricardo Anaya lo critican por ambicioso, porque ha logrado imponerse a los demás en su propio partido, porque se ha abierto el camino a codazos y zancadillas, porque no se ha quedado a la sombra de sus antiguos valedores (no es Marcelo Ebrard, vamos, ni Ricardo Monreal) y porque, inspirándose directamente en la astuta estrategia propagandística del sempiterno candidato de la pseudo izquierda populista de este país, se puso él también a difundir millones de mensajes en los medios, apareciendo como el único y primerísimo protagonista. Sería el Emmanuel Macron mexicano, dicen algunos, la cual es una apreciación muy encomiosa. Los presuntos pecados de Anaya serían, a mi entender (y con perdón), virtudes mayores en un hombre político y serían igualmente testimonio de la voluntad que se necesita, precisamente, para llevar las riendas de un Gobierno. En lo que se refiere a sus cualidades concretas (por oponerlas a la lista de sus negros defectos) los logros del precandidato de la “alianza contra natura” resultan absolutamente notorios en un hombre de su edad y sus capacidades —su dominio de los idiomas, sus notas académicas y su suficiencia para expresar ideas con claridad— son también admirables, precisamente las que le han hecho ganar el mote de “joven maravilla”. La pregunta sobre sus posibles desempeños como presidente de México podría entonces girar en torno a su potencial para promover un cambio de fondo en este país.
Y, bueno, a Obrador ya lo conocemos. No quisiera volver a consignar aquí la retahíla de refutaciones y discrepancias que he soltado cada vez que he abordado el tema de su persona. Digamos, simplemente, que es la figura menos novedosa de los tres. Fue un priista de los pies a la cabeza, se reconvirtió —por las razones que fueren— en un opositor, ha ejercido un cargo público tan conspicuo como el de alcalde de la ciudad más grande de un país muy importante, ha competido ya en dos anteriores elecciones presidenciales y, ahora mismo, encabeza un movimiento en el cual figura como jefe absoluto.
Así están las cosas, justo antes de comenzar la gran carrera. No nos vamos a aburrir.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
De José Antonio Meade no se puede en lo absoluto afirmar que carezca de tamaños: es un tipo honrado, con una formación académica de primerísimo nivel y una trayectoria ejemplar en el servicio público. No sabemos realmente si su llegada a la suprema candidatura del Partido Revolucionario Institucional resulta del gran sacrificio de alguno de los aspirantes que hubieren parecido más genéticamente puros en la subespecie priista, ignoramos igualmente si no era en verdad el gallo del presidente de la República y desconocemos si su advenimiento propició rupturas internas tan invisibles como existentes pero podemos afirmar, creo, que su elección es la muestra del más acabado pragmatismo. El problema que tiene el hombre, como ya lo hemos escrito aquí, es que su condición de no militante del antiguo partido oficial entraña una especie de indisoluble contradicción en tanto que, para algunos votantes, representaría al individuo independiente que desean y, al mismo tiempo, la mismísima circunstancia de que compita representando los colores del PRI lo trasmuta en el emisario directo de un sistema que millones de otros electores repudian. Planteado de otra forma, ¿las cualidades personales de un candidato sobresaliente pueden primar sobre el rechazo que despierta un régimen, el del actual primer mandatario, al cual muchísimos mexicanos le imputan todas las posibles adversidades de la nación y al que le niegan cualquier logro? Por más que quisiere distanciarse de sus mentores —lo cual, encima, no sería nada ejemplar de cara a sus correligionarios de ocasión— Meade es el candidato de Peña, lleva puesta la camiseta del PRI y simboliza, para bien o para mal, la continuidad de un modelo.
El segundo integrante del trio de competidores es otro individuo de excepcionales cualidades: a Ricardo Anaya lo critican por ambicioso, porque ha logrado imponerse a los demás en su propio partido, porque se ha abierto el camino a codazos y zancadillas, porque no se ha quedado a la sombra de sus antiguos valedores (no es Marcelo Ebrard, vamos, ni Ricardo Monreal) y porque, inspirándose directamente en la astuta estrategia propagandística del sempiterno candidato de la pseudo izquierda populista de este país, se puso él también a difundir millones de mensajes en los medios, apareciendo como el único y primerísimo protagonista. Sería el Emmanuel Macron mexicano, dicen algunos, la cual es una apreciación muy encomiosa. Los presuntos pecados de Anaya serían, a mi entender (y con perdón), virtudes mayores en un hombre político y serían igualmente testimonio de la voluntad que se necesita, precisamente, para llevar las riendas de un Gobierno. En lo que se refiere a sus cualidades concretas (por oponerlas a la lista de sus negros defectos) los logros del precandidato de la “alianza contra natura” resultan absolutamente notorios en un hombre de su edad y sus capacidades —su dominio de los idiomas, sus notas académicas y su suficiencia para expresar ideas con claridad— son también admirables, precisamente las que le han hecho ganar el mote de “joven maravilla”. La pregunta sobre sus posibles desempeños como presidente de México podría entonces girar en torno a su potencial para promover un cambio de fondo en este país.
Y, bueno, a Obrador ya lo conocemos. No quisiera volver a consignar aquí la retahíla de refutaciones y discrepancias que he soltado cada vez que he abordado el tema de su persona. Digamos, simplemente, que es la figura menos novedosa de los tres. Fue un priista de los pies a la cabeza, se reconvirtió —por las razones que fueren— en un opositor, ha ejercido un cargo público tan conspicuo como el de alcalde de la ciudad más grande de un país muy importante, ha competido ya en dos anteriores elecciones presidenciales y, ahora mismo, encabeza un movimiento en el cual figura como jefe absoluto.
Así están las cosas, justo antes de comenzar la gran carrera. No nos vamos a aburrir.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario