Necesitamos más que nunca de la razón. O, mejor dicho, la razón siempre ha sido necesaria pero hay momentos, como ahora, en que la mera dimensión de lo que está en juego debiera llevarnos a la sensatez, en lugar de hacernos coquetear con la fantasía de un mundo en el que las cosas se pueden arreglar de un plumazo, a punta de promesas, demagogias y sentimentalismos.
El rencor existe, desde luego, y la insatisfacción ciudadana es el germen mismo de los cambios cuando lleva a acciones concretas. Pero, no es un Trump mentiroso y egocéntrico quien va a hacer un mundo mejor. Tampoco la retórica de la “revolución bolivariana” ha servido para construir una sociedad más justa sino todo lo contrario: Venezuela es hoy día un país brutalmente empobrecido, devastado por la inoperancia gubernamental y azotado por la corrupción de una clase dirigente que se ha enriquecido de manera escandalosa.
El advenimiento de una casta de líderes autoritarios y crueles que se disfrazan de salvadores de la patria es uno de los fenómenos más preocupantes de nuestra época. El extremismo se ha vuelto una opción electoral y la moderación se asocia a un “sistema” con el que hay que romper, al reinado de los “ricos y poderosos” de siempre. Hay que saber, sin embargo, que quienes proponen un cambio radical no desean en realidad instaurar un orden más justo sino simplemente ocupar los espacios de poder que ahora detenta la casta gobernante y, en el caso de los “revolucionarios”, reemplazar a esa estirpe de privilegiados por una subespecie de nuevos caciques, mientras que un sujeto como el actual presidente de los Estados Unidos, luego de haberse proclamado como el paladín que iba a depurar las cloacas de Washington y a defender los intereses de la clase trabajadora, no ha hecho otra cosa que acrecentar todavía más los fueros de potentados, corporaciones poderosísimas y especuladores de Wall Street.
Otra cosa: ese universo en el que va predominar milagrosamente la justicia social y en el que se plasmarán, ahora sí, todos los compromisos hasta ahora incumplidos —mejores empleos, seguridad, buen transporte público, educación de calidad, deslumbrantes infraestructuras, etcétera, etcétera, etcétera— no se podrá edificar, creo yo, propalando falsedades, calumnias, supercherías, tergiversaciones e imposturas. Requerimos también de una mínima buena fe si deseamos en verdad fundar un paraíso de armonías y bondades: justamente, la mentada Ley de Seguridad Interior, ¿llevará a una militarización del país, como acusan sus encendidos detractores, y abre la puerta a que se cometan abusos y crónicas violaciones de los derechos humanos? ¿Se preguntan en algún momento, estos denunciantes, qué es lo que quiere el propio Ejército antes de lanzar sus inculpaciones? Y, de cualquier manera, ¿no necesitan nuestras Fuerzas Armadas de una validación jurídica de sus intervenciones para llevar a cabo una tarea que ya han emprendido de facto y para la cual no tienen una particular disposición sino, al revés, muchas reservas y resistencias? ¿En qué momento exigió el Ejército totales consentimientos del Legislativo para perpetrar esos posibles atropellos y cuándo fue que el régimen de Enrique Peña decidió establecer un sistema represor, sirviéndose del aparato militar, para perseguir a sus propios ciudadanos? Y, hablando precisamente de los habitantes de México, ¿no han mostrado, cientos de miles de ellos, agradecimiento a nuestros soldados por desempeñar las funciones que los ineptos cuerpos policíacos no pueden llevar a cabo y por proteger a sus comunidades?
Esto, lo de la citada Ley, es tan sólo un ejemplo. No es, ciertamente, la mejor de las ordenanzas legales. Pero, tampoco vivimos en el mejor de los mundos: no contamos con buenas policías, el aparato judicial está totalmente podrido, la impunidad alcanza niveles absolutamente vergonzosos y las fuerzas del crimen organizado tienen cada vez más poder. ¿No podríamos entonces reconocer que el Gobierno está intentando meramente resolver un problema, dentro de todas las descomunales limitaciones que afronta cada día?
¿Vivimos en una democracia? La gente que responda que sí, valorará precisamente las indiscutibles bondades del sistema político que tenemos, así de imperfecto que sea su funcionamiento. Quienes digan que no, estarán negando, para empezar, los esfuerzos de toda una sociedad para ir levantando, poco a poco, un modelo más representativo de los intereses de los mexicanos y más justo. Pero, además, se servirán de sus posibles argumentaciones para descalificar aviesamente a sus posibles adversarios y proponer, a partir de ahí, la creación de un nuevo orden fundado, paradójicamente, en verdades absolutas y en la intolerancia de la diversidad.
Una visión de las cosas hecha de constantes denigraciones termina por absolver a quien, no otorgando el más mínimo reconocimiento a los que no comparten su ideología, se arroga después el derecho particular, ahí sí, a reprimir, a invalidar, a desconocer y a perseguir. Trump, si pudiera, acabaría con la prensa independiente de los Estados Unidos, habiéndola previamente calificado de emisaria de fake news. Los ánimos dictatoriales del tipo, por fortuna, chocan frontalmente con la solidez de un Estado en el que las garantías constitucionales están debidamente sostenidas por la estructura institucional. No deja de ser muy preocupante, con todo, el hecho de que un individuo así haya llegado a la presidencia de la nación más poderosa del planeta. Aquí, no hemos todavía puesto a prueba la fortaleza de nuestras instituciones. Pero, podríamos, por lo pronto, ser mejores nosotros mismos: menos mentirosos y más tolerantes.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El rencor existe, desde luego, y la insatisfacción ciudadana es el germen mismo de los cambios cuando lleva a acciones concretas. Pero, no es un Trump mentiroso y egocéntrico quien va a hacer un mundo mejor. Tampoco la retórica de la “revolución bolivariana” ha servido para construir una sociedad más justa sino todo lo contrario: Venezuela es hoy día un país brutalmente empobrecido, devastado por la inoperancia gubernamental y azotado por la corrupción de una clase dirigente que se ha enriquecido de manera escandalosa.
El advenimiento de una casta de líderes autoritarios y crueles que se disfrazan de salvadores de la patria es uno de los fenómenos más preocupantes de nuestra época. El extremismo se ha vuelto una opción electoral y la moderación se asocia a un “sistema” con el que hay que romper, al reinado de los “ricos y poderosos” de siempre. Hay que saber, sin embargo, que quienes proponen un cambio radical no desean en realidad instaurar un orden más justo sino simplemente ocupar los espacios de poder que ahora detenta la casta gobernante y, en el caso de los “revolucionarios”, reemplazar a esa estirpe de privilegiados por una subespecie de nuevos caciques, mientras que un sujeto como el actual presidente de los Estados Unidos, luego de haberse proclamado como el paladín que iba a depurar las cloacas de Washington y a defender los intereses de la clase trabajadora, no ha hecho otra cosa que acrecentar todavía más los fueros de potentados, corporaciones poderosísimas y especuladores de Wall Street.
Otra cosa: ese universo en el que va predominar milagrosamente la justicia social y en el que se plasmarán, ahora sí, todos los compromisos hasta ahora incumplidos —mejores empleos, seguridad, buen transporte público, educación de calidad, deslumbrantes infraestructuras, etcétera, etcétera, etcétera— no se podrá edificar, creo yo, propalando falsedades, calumnias, supercherías, tergiversaciones e imposturas. Requerimos también de una mínima buena fe si deseamos en verdad fundar un paraíso de armonías y bondades: justamente, la mentada Ley de Seguridad Interior, ¿llevará a una militarización del país, como acusan sus encendidos detractores, y abre la puerta a que se cometan abusos y crónicas violaciones de los derechos humanos? ¿Se preguntan en algún momento, estos denunciantes, qué es lo que quiere el propio Ejército antes de lanzar sus inculpaciones? Y, de cualquier manera, ¿no necesitan nuestras Fuerzas Armadas de una validación jurídica de sus intervenciones para llevar a cabo una tarea que ya han emprendido de facto y para la cual no tienen una particular disposición sino, al revés, muchas reservas y resistencias? ¿En qué momento exigió el Ejército totales consentimientos del Legislativo para perpetrar esos posibles atropellos y cuándo fue que el régimen de Enrique Peña decidió establecer un sistema represor, sirviéndose del aparato militar, para perseguir a sus propios ciudadanos? Y, hablando precisamente de los habitantes de México, ¿no han mostrado, cientos de miles de ellos, agradecimiento a nuestros soldados por desempeñar las funciones que los ineptos cuerpos policíacos no pueden llevar a cabo y por proteger a sus comunidades?
Esto, lo de la citada Ley, es tan sólo un ejemplo. No es, ciertamente, la mejor de las ordenanzas legales. Pero, tampoco vivimos en el mejor de los mundos: no contamos con buenas policías, el aparato judicial está totalmente podrido, la impunidad alcanza niveles absolutamente vergonzosos y las fuerzas del crimen organizado tienen cada vez más poder. ¿No podríamos entonces reconocer que el Gobierno está intentando meramente resolver un problema, dentro de todas las descomunales limitaciones que afronta cada día?
¿Vivimos en una democracia? La gente que responda que sí, valorará precisamente las indiscutibles bondades del sistema político que tenemos, así de imperfecto que sea su funcionamiento. Quienes digan que no, estarán negando, para empezar, los esfuerzos de toda una sociedad para ir levantando, poco a poco, un modelo más representativo de los intereses de los mexicanos y más justo. Pero, además, se servirán de sus posibles argumentaciones para descalificar aviesamente a sus posibles adversarios y proponer, a partir de ahí, la creación de un nuevo orden fundado, paradójicamente, en verdades absolutas y en la intolerancia de la diversidad.
Una visión de las cosas hecha de constantes denigraciones termina por absolver a quien, no otorgando el más mínimo reconocimiento a los que no comparten su ideología, se arroga después el derecho particular, ahí sí, a reprimir, a invalidar, a desconocer y a perseguir. Trump, si pudiera, acabaría con la prensa independiente de los Estados Unidos, habiéndola previamente calificado de emisaria de fake news. Los ánimos dictatoriales del tipo, por fortuna, chocan frontalmente con la solidez de un Estado en el que las garantías constitucionales están debidamente sostenidas por la estructura institucional. No deja de ser muy preocupante, con todo, el hecho de que un individuo así haya llegado a la presidencia de la nación más poderosa del planeta. Aquí, no hemos todavía puesto a prueba la fortaleza de nuestras instituciones. Pero, podríamos, por lo pronto, ser mejores nosotros mismos: menos mentirosos y más tolerantes.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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