Gobernar a un país enojado

Gobernar a un país enojado
Los datos, los hechos, las cifras y los testimonios han dejado de importar. La gente se cree lo que le da la gana y sanseacabó. Puedes llegar con alguien y decirle que se crearon tres millones de empleos formales en este sexenio, registrados en el IMSS, y te responderá que estamos peor que nunca de cualquier manera. Serían trabajos mal pagados, para empezar, y el número es de todas formas insuficiente.

Y, pues sí, todo es siempre mejorable. Para mayores señas, si millones de mexicanos, literalmente, siguen deseando afincarse en los Estados Unidos, es porque las condiciones de vida en su propio país no les resultan nada favorables. Y es también muy desalentador que uno de los pilares de la competitividad nacional sea el bajo salario de nuestros trabajadores. ¿No habría acaso otra manera de ser productivos y de abrirnos paso entre las naciones que pelean por los mercados?

México es un país extraño, hecho de contradicciones muy profundas: cultivamos un patrioterismo de vergüenza ajena pero, al mismo tiempo, no hay casi manera de decir algo bueno sobre la realidad de las cosas ni de reconocer nada positivo porque muchísimos mexicanos viven en un estado de rabiosa insatisfacción; imaginamos también que somos un país rico —cuyos infinitos recursos bastarían para otorgar un bienestar prácticamente total a nuestros compatriotas— y que la única razón que explica nuestro atraso social es la corrupción de las élites; nos complacemos en soñar el radiante futuro que promete el gran potencial de la patria pero, a la vez, estamos creando generaciones enteras de ciudadanos sin una buena educación y, sobre todo, carentes del más mínimo espíritu cívico; y, lo peor, parecemos habernos acostumbrado a la escalofriante presencia de la inseguridad siendo que la esencia misma de una sociedad civilizada es la certeza jurídica, es decir, el imperio de la ley.

Hay un primer culpable, desde luego, y se llama Enrique Peña. Adelanto, sin embargo, una predicción: su sucesor, provenga de donde provenga, terminará por ser también profundamente impopular, afrontará el visceral rechazo de buena parte de la población y deberá igualmente soportar las mismísimas calumnias, denuestos y difamaciones. Esperemos, por lo menos, que el futuro inquilino de Los Pinos tenga la misma entereza que el actual para conllevar esos embates.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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