No somos dueños del tiempo —somos incapaces de detenerlo, de saber por qué transcurre y de advertir siquiera su misteriosa dimensión— pero sí lo poseemos de cierta manera por el mero hecho de existir: podemos administrarlo personalmente, o sea, dedicar una parte del día a leer libros o pasar fines de semana de total improductividad; también lo imaginamos, en un primer momento, como una sucesión de plazos para alcanzar cosas y, a partir de ahí, emprender pequeños proyectos o realizar planes de mayor trascendencia. Pero, justamente, la anticipación de tiempos futuros entraña muchas veces una descomunal privación, a saber, la supresión de un presente que —más allá de que no podamos dilucidar cuál es nuestra verdadera relación con el imparable transcurrir de los segundos— se sacrifica de forma descomunal al anhelar otros instantes, otros escenarios, otras realidades.
Sin dominarlo, al tiempo lo tenemos —así sea como un préstamo efímero y transitorio— porque lo inmediato es lo único que existe en nuestra condición de seres vivientes. El pasado perdura meramente como un recuerdo interior, aparte de que ya transcurrió, y el futuro todavía no acontece. Y, a pesar de que es imposible encapsular un instante y atesorarlo como una experiencia total, sí sabemos que las cosas están aconteciendo y reaccionamos constantemente a los estímulos que recibimos.
Desde luego que, las más de las veces, la cotidianidad no sólo carece de cualquier atractivo particular sino que la tiranía ejercida por un jefe despótico e imbécil, o las inclemencias de un trabajo duro, pueden trasformar el milagro de la existencia en un pequeño infierno. Con todo, no nos deshacemos del presente únicamente para evadir la adversidad sino porque nos creemos que la vida está en otro lado: fantaseamos constantemente con un futuro que suponemos intrínsecamente bondadoso cuando llegue por fin. No nos damos cuenta, en nuestra colosal inconsciencia, de que la factura será costosísima: esas horas que ahora desperdiciamos con tan irresponsable desenvoltura, no volverán jamás.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Sin dominarlo, al tiempo lo tenemos —así sea como un préstamo efímero y transitorio— porque lo inmediato es lo único que existe en nuestra condición de seres vivientes. El pasado perdura meramente como un recuerdo interior, aparte de que ya transcurrió, y el futuro todavía no acontece. Y, a pesar de que es imposible encapsular un instante y atesorarlo como una experiencia total, sí sabemos que las cosas están aconteciendo y reaccionamos constantemente a los estímulos que recibimos.
Desde luego que, las más de las veces, la cotidianidad no sólo carece de cualquier atractivo particular sino que la tiranía ejercida por un jefe despótico e imbécil, o las inclemencias de un trabajo duro, pueden trasformar el milagro de la existencia en un pequeño infierno. Con todo, no nos deshacemos del presente únicamente para evadir la adversidad sino porque nos creemos que la vida está en otro lado: fantaseamos constantemente con un futuro que suponemos intrínsecamente bondadoso cuando llegue por fin. No nos damos cuenta, en nuestra colosal inconsciencia, de que la factura será costosísima: esas horas que ahora desperdiciamos con tan irresponsable desenvoltura, no volverán jamás.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario