El pueblo, con el perdón de ustedes, no siempre tiene la razón ni es tampoco poseedor de una sabiduría inquebrantable. El pueblo se equivoca. El pueblo elige a un Trump o un Hitler con la mano en la cintura. El pueblo lincha, saquea, destroza, incendia y persigue. El pueblo va a la guerra, sin chistar, alentado por el furor nacionalista de los politicastros sanguinarios. El pueblo unido podría decir “no, no voy, no quiero que me maten y no quiero matar a ningún ser humano” —y ahí sí que no habría ya nada que hacer, o sea, los que dicen representarlo no tendrían más remedio que resignarse al aburrimiento de la paz universal— pero no, el pueblo se deja engatusar y sólo algunos individuos valerosos levantan la cabeza y, desafiando las órdenes directas y afrontando la ignominiosa condición de traidores a la Patria, por no hablar de acabar delante de un pelotón de fusilamiento, se niegan a partir hacia el frente de guerra.
Sin embargo, el pueblo también tiene sus ideas y, las más de las veces, una visión bastante clara de lo que no va bien. La razón es muy simple: cualquiera de nosotros es perfectamente capaz de advertir que una calle está sucia, que hay baches y que el alumbrado público no funciona. Esto, en lo que toca a los servicios. Lo demás —los bajos salarios y la falta de empleos— también es algo inmediatamente perceptible. Añadan a la receta la inseguridad y la violencia y entonces tendrán un coctel que, por contraste, se trasmutará en una muy razonada serie de exigencias ciudadanas, justamente las que suelen formular como promesas los candidatos en campaña: mejores sueldos, más seguridad, más oportunidades, más empleos, más salud, etcétera, etcétera.
Uno se preguntaría la razón por la cual cada vez es exactamente lo mismo, como si los que gobernaron a lo largo de un período particular no hubieran querido arreglar las cosas y, en consecuencia, que los mismos temas de siempre —el empleo, los salarios, bla, bla, bla— acaban por figurar, una vez más, en una agenda que, caramba, nunca cambia. El pueblo, ahí, ya no entiende nada.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Sin embargo, el pueblo también tiene sus ideas y, las más de las veces, una visión bastante clara de lo que no va bien. La razón es muy simple: cualquiera de nosotros es perfectamente capaz de advertir que una calle está sucia, que hay baches y que el alumbrado público no funciona. Esto, en lo que toca a los servicios. Lo demás —los bajos salarios y la falta de empleos— también es algo inmediatamente perceptible. Añadan a la receta la inseguridad y la violencia y entonces tendrán un coctel que, por contraste, se trasmutará en una muy razonada serie de exigencias ciudadanas, justamente las que suelen formular como promesas los candidatos en campaña: mejores sueldos, más seguridad, más oportunidades, más empleos, más salud, etcétera, etcétera.
Uno se preguntaría la razón por la cual cada vez es exactamente lo mismo, como si los que gobernaron a lo largo de un período particular no hubieran querido arreglar las cosas y, en consecuencia, que los mismos temas de siempre —el empleo, los salarios, bla, bla, bla— acaban por figurar, una vez más, en una agenda que, caramba, nunca cambia. El pueblo, ahí, ya no entiende nada.
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