El proyecto de gobierno más trascendental en política social con Lázaro Cárdenas se arropó con la Revolución en una interpretación distributiva de la riqueza nacional. En un sentido diferente, ocurrió con los gobiernos que le sucedieron, lo que llevó a Daniel Cosío Villegas y Jesús Silva Herzog a dar por muerta y traicionada la Revolución, ya en los 40. La última ocasión que tuvo el poder presidencial para ganar legitimidad ocurrió con López Portillo, quien adelantó que, de no tener éxito, su gobierno sería tanto como la muerte de la Revolución.
Durante décadas, hasta 1988, el sistema presidencial y el mismo partido dominante invocaron a la Revolución con la creencia de que el déficit de legitimidad democrática se resolvía con la sola referencia al movimiento de 1910, que lo mismo servía para promover el reparto agrario que para cancelarlo. De gran calado, por su sentido crítico, fueron las palabras de Luis Donaldo Colosio en aquel inolvidable discurso del 6 de marzo de 1994, pocas semanas previas a su magnicidio. Colosio dijo que solo los proyectos políticos autoritarios hacen de la historia mandato y razón de ser. Un llamado autocrítico fundamental inspirado en una visión liberal de la política y del poder: invocar a la Revolución no era suficiente para garantizar la legitimidad.
López Obrador escogió la efeméride revolucionaria para presentar su programa de gobierno y, de esa manera, dar inicio a su campaña por la Presidencia. Andrés Manuel, desde siempre, ha suscrito a la Historia y a sus personajes como fuente de inspiración y eje rector ideológico y programático para su proyecto personal. El suyo fue, por donde se vea, un acto anticipado de campaña, al aprovechar la fecha más relevante del calendario político-histórico nacional. Por el sentido político del líder y los riesgos de por medio, la expectativa no era menor.
La crónica de la ocasión, sin embargo, no le ha sido favorable. El abultado documento no tuvo una traducción mediática que le diera fuerza. En realidad, más que programa, de lo que se trató fue de un acto de culto a la personalidad. Dejó claro que, como en los tiempos del PRI dominante, el candidato adquiría dimensiones más allá de lo terrenal y lo estrictamente cívico. Recreó en el inconsciente colectivo esa visión religiosa de la autoridad presidencial, dispensador único de esperanza, justicia y venganza.
Es difícil para cualquier proyecto, más para uno que parte de la oposición, presentar un exhaustivo programa de gobierno. Es un acto audaz y pretencioso previsiblemente cargado más al propósito que a la realización. Por ello, en lo presentado domina lo que se compromete y no lo que se cumpliría. Quizás la parte más notoria es lo que tiene que ver con las finanzas públicas, la reingeniería que ha propuesto se concentra en el gasto y no en los ingresos. Las pretensiones de inversión en infraestructura o de gasto social o para la seguridad no las puede soportar la sola disminución del gasto corriente. Esta sí es una postura neoliberal exacerbada. Para un país desigual y con amplios sectores fuera del trabajo formal y con exigencias significativas de gasto, es imposible cancelar de antemano una postura fiscal que deje las cosas igual. Esta omisión es sin duda un guiño demagógico al sector empresarial, como también lo es el silencio alrededor de combatir el monopolio o la concentración productiva. Una inconsistencia elemental para un proyecto de izquierda, inviable en su posibilidad de cumplir lo que se promete.
En el horizonte de la historia, el evento del 20 de noviembre en el Auditorio Nacional es relevante porque es el intento más acabado, desde el punto de vista simbólico, de reedificar la visión del poder y del país como el proyecto de un solo hombre. Como tal, rememora el régimen en el que no hay Congreso, no hay oposición, no hay Corte independiente, no hay responsabilidad compartida. No importa que el programa haya sido objeto de consulta, participación y proyectos con diversas y variadas fuentes, lo que el evento revela es que, de ganar el 1º de julio, como se advierte en los videos de AMLO, la construcción del futuro en el país es tarea del presidente providencial.
Tampoco es el proyecto ni quienes le acompañan lo que le da fuerza a López Obrador para ganar la elección. En todo caso, sirve para mitigar resistencias respecto de aquellos que lo ven con reserva o como peligro. La razón de su convocatoria para ganar el poder no es el programa, menos el equipo insinuado en un abultado presídium (algo que Luis Donaldo repudió en su campaña porque acreditaba a un cuestionable bloque de poder), sino su prédica casi religiosa de que todo habrá de ser mejor cuando él gane los comicios. Así, uno de los males históricos que recorren el cuerpo social, político y económico, la corrupción, habría de resolverse solo con el hecho de estar él en la Presidencia.
Octavio Paz señalaba con razón que el mundo de las creencias es más poderoso que el de las razones y las palabras, porque aquéllas duermen en las capas más profundas del alma nacional. El providencialismo presidencial que ahora invoca y recrea López Obrador, entre el aplauso de su público, que no es menor, tenía como origen esta visión mística del poder que se contrapone a la visión de democracia de nuestros días.
Lo que plantea Andrés Manuel en las formas y en el fondo es vuelta al pasado, al México de un solo hombre. Así se entienden muchos capítulos de la vida nacional, casi todos alejados de la democracia y del sentido liberal del ejercicio del poder. Con el evento del 20 de noviembre, subsiste la impresión de que el proyecto político de Morena es el intento más explícito de hacer de la historia mandato político personal. Me quedo con la idea de Luis Donaldo: “Solo los partidos autoritarios pretenden fundar su legitimidad en su herencia”. La herencia que recoge López Obrador es la de un México que pensamos había quedado en el pasado.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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