El día llegó y, lo que suceda a partir de ahora, será un parteaguas no sólo para la política norteamericana sino, sin duda, para la política mundial. La investigación sobre los posibles hechos delictivos sucedidos en torno a la campaña de Donald Trump ha llegado a un punto de inflexión, y las acusaciones de las que nos hemos enterado hoy no son sino el inicio de un proceso que cimbrará las instituciones norteamericanas y tendrá repercusiones que trascenderán más allá de sus fronteras.
Trump es un animal malherido cuyo rastro es claro para quien lo está cazando. Lo advertimos en este mismo espacio desde principios de abril: “Trump y Putin parecen tener intereses inconfesables, pero cuya maraña comienza a ser desentrañada por los servicios de inteligencia y seguridad, así como por una fina y dedicada labor de los medios de comunicación que el Presidente norteamericano ha señalado como un peligro. Los vínculos son cada vez más evidentes, y apuntan a la colaboración mutua para cumplir con los intereses económicos del primero y los geoestratégicos del segundo a través de la Presidencia estadunidense, que nunca habría sido un fin sino tan sólo un medio. Esto, en términos llanos, se llama traición a la patria” (“Trump visto desde las Seychelles”; Nadando entre tiburones, Excélsior, 10-04-2017).
Una traición que, sin embargo, sería muy difícil de probar: las acusaciones que hoy vemos no son sino el primer eslabón de una cadena de eventos que, la fiscalía encabezada por Mueller, planea detonar en un esfuerzo por acercarse a su objetivo real. Un objetivo que tiene un poder casi absoluto, y que carga consigo, las 24 horas del día, con los códigos de las ojivas nucleares. Un objetivo que está dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos, como lo ha demostrado a lo largo del tiempo: el Presidente norteamericano es un experto en manipulación mediática, y sus exabruptos más incomprensibles —más mediáticos— han coincidido con los avances de la investigación que hoy despierta sus mayores miedos.
Miedos que se traducirán en actos de esperpento para desviar la atención de sus electores y acendrar su fanatismo. Las acusaciones de Mueller no son sino el principio de un proceso largo y delicado, mientras que Trump es el maestro de las añagazas y cuenta con un público que no desea sino escucharle, en un juego perverso que nos tiene como una de sus víctimas potenciales en tanto encuentre un tema más incendiario: lo que podemos esperar, en esta semana, podría ser desde la cancelación del TLCAN hasta una declaración de guerra en contra de Corea del Norte, o la sujeción a proceso de quien fuera su contendiente en las elecciones presidenciales. Cualquier cosa, siempre y cuando sea conveniente para sus fines y sirva para distraer la atención sobre lo que realmente le preocupa. Una baladronada, cualquiera, que desvíe la atención.
El juego es por el poder, y Donald Trump lo sabe. El juego es por la libertad, y lo sabe también. El juego es por la ambición y por el miedo, por tener más y conservar lo que se ha obtenido. Quien no ha dudado en manipular la opinión pública para sentirse satisfecho no lo hará cuando se siente amenazado; quien mintió para llegar al poder no dudará en hacerlo para conservarlo, cuantimás tras la polarización en la que ha sumido a una sociedad que no necesitaba sino un incentivo para voltearse en contra de sus propios vecinos.
Trump es un animal malherido, en cuya naturaleza no cabe la huida o el pasmo: responderá atacando, y en el camino se llevará a millones de personas que perderán su sistema de salud, serán deportadas o morirán en una guerra sin sentido antes de que llegue a ser juzgado. En el camino, también, se llevará el prestigio de la democracia, la fortaleza de las instituciones, el respeto a la figura presidencial. Un prestigio, una fortaleza y un respeto que, en otras latitudes, también podrían cimbrarse. Las barbas a remojar, por favor.
Trump es un animal malherido cuyo rastro es claro para quien lo está cazando. Lo advertimos en este mismo espacio desde principios de abril: “Trump y Putin parecen tener intereses inconfesables, pero cuya maraña comienza a ser desentrañada por los servicios de inteligencia y seguridad, así como por una fina y dedicada labor de los medios de comunicación que el Presidente norteamericano ha señalado como un peligro. Los vínculos son cada vez más evidentes, y apuntan a la colaboración mutua para cumplir con los intereses económicos del primero y los geoestratégicos del segundo a través de la Presidencia estadunidense, que nunca habría sido un fin sino tan sólo un medio. Esto, en términos llanos, se llama traición a la patria” (“Trump visto desde las Seychelles”; Nadando entre tiburones, Excélsior, 10-04-2017).
Una traición que, sin embargo, sería muy difícil de probar: las acusaciones que hoy vemos no son sino el primer eslabón de una cadena de eventos que, la fiscalía encabezada por Mueller, planea detonar en un esfuerzo por acercarse a su objetivo real. Un objetivo que tiene un poder casi absoluto, y que carga consigo, las 24 horas del día, con los códigos de las ojivas nucleares. Un objetivo que está dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguir sus objetivos, como lo ha demostrado a lo largo del tiempo: el Presidente norteamericano es un experto en manipulación mediática, y sus exabruptos más incomprensibles —más mediáticos— han coincidido con los avances de la investigación que hoy despierta sus mayores miedos.
Miedos que se traducirán en actos de esperpento para desviar la atención de sus electores y acendrar su fanatismo. Las acusaciones de Mueller no son sino el principio de un proceso largo y delicado, mientras que Trump es el maestro de las añagazas y cuenta con un público que no desea sino escucharle, en un juego perverso que nos tiene como una de sus víctimas potenciales en tanto encuentre un tema más incendiario: lo que podemos esperar, en esta semana, podría ser desde la cancelación del TLCAN hasta una declaración de guerra en contra de Corea del Norte, o la sujeción a proceso de quien fuera su contendiente en las elecciones presidenciales. Cualquier cosa, siempre y cuando sea conveniente para sus fines y sirva para distraer la atención sobre lo que realmente le preocupa. Una baladronada, cualquiera, que desvíe la atención.
El juego es por el poder, y Donald Trump lo sabe. El juego es por la libertad, y lo sabe también. El juego es por la ambición y por el miedo, por tener más y conservar lo que se ha obtenido. Quien no ha dudado en manipular la opinión pública para sentirse satisfecho no lo hará cuando se siente amenazado; quien mintió para llegar al poder no dudará en hacerlo para conservarlo, cuantimás tras la polarización en la que ha sumido a una sociedad que no necesitaba sino un incentivo para voltearse en contra de sus propios vecinos.
Trump es un animal malherido, en cuya naturaleza no cabe la huida o el pasmo: responderá atacando, y en el camino se llevará a millones de personas que perderán su sistema de salud, serán deportadas o morirán en una guerra sin sentido antes de que llegue a ser juzgado. En el camino, también, se llevará el prestigio de la democracia, la fortaleza de las instituciones, el respeto a la figura presidencial. Un prestigio, una fortaleza y un respeto que, en otras latitudes, también podrían cimbrarse. Las barbas a remojar, por favor.
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