Los políticos prometen cosas, desde luego: mejores salarios, menos pobreza, más justicia social, en fin (¡qué aburrido y repetitivo es esto, si lo piensas! Digo, en las campañas electorales te ofrecen, todos, “mejores salarios”, como si tuvieran ellos, de pronto, una suerte de fórmula secreta que jamás ninguno de los otros gobernantes ha podido aplicar hasta ahora por quién sabe por qué oscurísimas razones). Hay que reconocer que también los fabricantes de coches cacarean las presuntas virtudes de sus productos y te los exhiben en exquisitas publicidades protagonizadas por gente joven y bonita. Algunos vendedores de sueños, sin embargo, van mucho más allá: los caudillos en ciernes no se contentan con formular las mismas promesas de siempre sino que, de plano, te plantean la solución absoluta y terminante de todos los problemas: ¿corrupción? Basta con aplicar tres o cuatro medidas y sanseacabó; ¿pobreza extrema? Distribuyes simplemente la riqueza entre los que menos tienen; ¿crecimiento económico? Llega en automático cuando se termina la corrupción. Etcétera, etcétera, etcétera…
Se presentan, estos aspirantes, como auténticos salvadores de naciones, como personajes providenciales que transformarán de tal manera la realidad que su mera aparición habrá de dividir la historia de la patria en un antes y un después. Naturalmente, no van nada más de redentores por cuenta propia sino provistos de una ideología que, las más de las veces, se reviste de las tonalidades de una “revolución” o una utopía “socialista” de tan irrenunciable naturaleza que, una vez que se encuentran en el poder, ya no hay marcha atrás. O sea, que todo vale: perseguir a la oposición, acallar las voces críticas, intimidar a la prensa independiente, infiltrar los Poderes del Estado para ir desmantelando progresivamente los equilibrios del sistema democrático y, sobre todo, promover un extravagante y descomunal culto a la figura de líder máximo para fomentar una suerte de sacralidad personal suya y engatusar así al pueblo llano. Los caudillos nunca actúan en la discreta medianía del gobernante realmente democrático: como necesitan de la omnipresencia de un dios te los encuentras hasta en la sopa.
En Venezuela, primero fue Chávez y ahora el gran cacique es Nicolás Maduro. Que un régimen tan desaforadamente esperpéntico despierte todavía las simpatías de algunos sectores en nuestro país es algo en verdad inentendible.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Se presentan, estos aspirantes, como auténticos salvadores de naciones, como personajes providenciales que transformarán de tal manera la realidad que su mera aparición habrá de dividir la historia de la patria en un antes y un después. Naturalmente, no van nada más de redentores por cuenta propia sino provistos de una ideología que, las más de las veces, se reviste de las tonalidades de una “revolución” o una utopía “socialista” de tan irrenunciable naturaleza que, una vez que se encuentran en el poder, ya no hay marcha atrás. O sea, que todo vale: perseguir a la oposición, acallar las voces críticas, intimidar a la prensa independiente, infiltrar los Poderes del Estado para ir desmantelando progresivamente los equilibrios del sistema democrático y, sobre todo, promover un extravagante y descomunal culto a la figura de líder máximo para fomentar una suerte de sacralidad personal suya y engatusar así al pueblo llano. Los caudillos nunca actúan en la discreta medianía del gobernante realmente democrático: como necesitan de la omnipresencia de un dios te los encuentras hasta en la sopa.
En Venezuela, primero fue Chávez y ahora el gran cacique es Nicolás Maduro. Que un régimen tan desaforadamente esperpéntico despierte todavía las simpatías de algunos sectores en nuestro país es algo en verdad inentendible.
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