Cuando los votantes se disparan a los pies

Cuando los votantes se disparan a los pies
En la democracia representativa se impone irremisiblemente la voluntad de los votantes que alcanzan una simple mayoría numérica. Aunque esta realidad no entusiasme demasiado a quienes terminan descontentos con los resultados electorales, tales son las reglas del juego. El ciudadano moderado no cuestiona la validez del proceso cuando el desenlace no favorece a sus candidatos. Los intolerantes, por el contrario, llevan su sectarismo al extremo de impugnar la legitimidad misma del sistema: Trump, antes de que ocurriera el desenlace de las elecciones en las que competía, se dedicó a sembrar dudas sobre la confiabilidad del aparato electoral estadounidense. Luego, ya ganador, se olvidó de sus refutaciones pero comenzó a propalar la especie de que la ventaja que obtuvo Hillary Clinton en el recuento del voto popular era fraudulenta. O sea, que ni el hecho de haber logrado el triunfo gracias, ahí sí, a la persistencia de un arcaico mecanismo para determinar mayorías en los distintos estados de la Unión —algo innegablemente injusto pero, miren ustedes, estamos hablando de otra de las características que definen esa peculiaridad cultural estadounidense que, por lo visto, sigue siendo totalmente irrenunciable aunque vaya a contrapelo de la modernidad— lo llevó a reprimir su consustancial arbitrariedad. No está solo el hombre, desafortunadamente, en esa malintencionada disposición a desacreditar todo aquello que no se ajuste textualmente a sus designios personales: en estos pagos, ya vimos cómo respondió uno de los competidores a su derrota en la carrera hacia la Presidencia de la República, no reconociendo que los estrechos márgenes que lo separaban del ganador eran la directísima expresión de la preferencia mayoritaria de los ciudadanos, tan sencillo como eso, así fuere que otros millones de mexicanos lo hubieren apoyado en su empresa.

En lo que se refiere a las esperanzas de un futuro mejor —porque de eso se trata cuando al ciudadano de las sociedades democráticas se le brinda la oportunidad de escoger a las personas que llevarán las riendas de una nación— los desenlaces de muchas de las elecciones y referéndums celebrados en los últimos tiempos en el mundo han tenido consecuencias negativas que, uno pudiere pensar, no habían sido previstas por los votantes en el momento de depositar su papeleta en las urnas: el llamado brexit, para mayores señas, ya no les está pareciendo tan conveniente ni atractivo a los habitantes del Reino Unido. De hecho, se habla de que el proceso pudiere ser reversible. De la misma manera, llegará el momento en que muchos de los estadounidenses que eligieron a Trump comenzarán a deplorar su decisión: cuando a los agricultores de Iowa se les dificulten sus exportaciones a México, cuando la desregulación del sector financiero lleve a una nueva crisis, cuando los pacientes no se beneficien ya de subsidios para seguir contratando seguros médicos, cuando aumente el desempleo en los sectores que ahora se benefician del TLCAN, cuando China termine por desplazar internacionalmente a un Estados Unidos aislacionista y ensimismado, cuando esto ocurra, los simpatizantes de la primera ahora se habrán dado cuenta de que los cantos de sirena del populismo no son más que engañosa retórica. Pero quienes han pagado el más alto precio en los esquemas de huida hacia adelante son los venezolanos, con el agravante de que, al consolidarse cada vez más un sistema dictatorial en su país, el retorno a la normalidad democrática parece más lejano que nunca.

Cataluña vive ahora una situación parecida en tanto que sus gobernantes organizaron un referéndum para validar que su país se separara pura y simplemente de España. No fue una consulta autorizada por la Constitución, sin embargo. Es decir, carece de legalidad. Y, por si fuera poco, no participó toda la población con derecho a voto sino poco más del 42 por cien del censo convocado. Es cierto que nueve de cada diez votantes se manifestaron a favor de la independencia y que ello hubiere bastado, en unas elecciones reconocidas constitucionalmente, para dar el gran paso hacia la soberanía total de la nación catalana. Pero, así como sectores poco informados de la ciudadanía, al dejarse embrujar por el rudimentario discurso populista, terminan por llevar al despeñadero a toda la población, también la incendiaria retórica de los separatistas —aderezada además de políticas de adoctrinamiento, de propaganda oficial y de estrategias para fomentar el victimismo— empujaría a Cataluña a un gravísimo retroceso económico y social. España necesita de Cataluña, es verdad. Pero una República Catalana fuera de la Unión Europea, obligada a saldar la deuda que tiene con el Estado español, necesitada de instituciones propias que debería de sufragar con fondos de su erario y debilitada económicamente por la deslocalización de corporaciones y empresas, una República naciendo en esas circunstancias tendría muchísimo más que perder que el Reino de España. ¿Saben esto los votantes independentistas? ¿No les importa? ¿Se sienten en verdad tan humillados por su pertenencia a la gran nación ibérica que están dispuestos a empobrecerse, a no ser parte ya del espacio Schengen, a que el Barça no juegue en La Liga (ni en la Champions), a no ser reconocidos por la comunidad internacional y a esperar el paso de generaciones enteras para recobrar algo de su antiguo bienestar?

Puigdemont y los suyos no han avisado de nada de esto. Tampoco Hugo Chávez dijo que la “revolución bolivariana” iba a llevar a Venezuela a la ruina total. Trump no ha todavía anunciado que sus políticas son totalmente perniciosas para los Estados Unidos. Lo que sí han hecho, al igual que quienes no admiten los resultados electorales, es lanzar tremendas acusaciones y desaforadas denuncias. Han prometido soluciones fáciles para problemas dificilísimos. Por suerte, en Cataluña van a poder votar. Será el 21 de diciembre. ¿Ganarán las fuerzas políticas independentistas? Ya lo veremos…

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