Mucha gente no tiene tan claro el tema de que un Gobierno no es el Estado pero, más allá de los conceptos y definiciones, sí es un hecho que los gobernantes, en tanto que se encargan temporalmente de administrar sus funciones, llegan a simbolizar ese supremo poder institucional. En algunos sistemas políticos están separados los ejercicios del presidente del Gobierno y los del jefe de Estado. En nuestro país, un solo individuo concentra en su persona las dos potestades: tenemos, aquí, un sistema presidencialista parecido al de los Estados Unidos y, como allá, la pretensión primigenia de asegurar el equilibrio entre los Poderes de la Unión se ha trasmutado en la realidad de una ingobernabilidad que, en estos pagos, es todavía mucho más perniciosa porque los niveles de ineficiencia del aparato público son incomparablemente mayores.
No tenemos, sin embargo, a un presidente de la República ni lejanamente parecido al actual inquilino de la Casa Blanca. Lo que está ocurriendo, hoy día, en nuestro vecino país, es punto menos que asombroso y, a pesar de todos los pesares —y obviando las siderales diferencias entre las dos naciones—, no podemos siquiera imaginar que Enrique Peña pudiere escenificar los desplantes, desfachateces, insolencias y descomposturas que Donald Trump les hace sobrellevar a diario sus conciudadanos. Que nos sirva de fútil consuelo, señoras y señores, aunque no mitigue el creciente enojo de los mexicanos.
En los hechos, son muy pocos los líderes mundiales que llegan a exhibir tales modos. Maduro es mucho peor, desde luego, con el factor agravante de que el chavismo se dedicó a desmantelar el sistema de contrapesos que limita las atribuciones de cada uno de los tres Poderes para concentrarlos en el Ejecutivo y ejercer así una dictadura de facto. Esto, por fortuna, no lo puede hacer Trump, aunque ganas no le falten de mandar como un tiranuelo suramericano. Y, bueno, en Corea del Norte reina un sujeto absolutamente siniestro, con autoridades absolutas, aunque en este caso no estemos hablando de la ejemplar democracia instaurada en los Estados Unidos sino de un régimen radicalmente totalitario. Ni qué decir de Robert Mugabe, el sátrapa de Zimbabue, y de otros posibles dictadores en algunas repúblicas bananeras africanas. La lista, sin embargo, se termina ahí. Donald Trump, cualesquiera que sean las mediciones, ocupa un lugar prominente en la lista de los líderes políticos impresentables de este planeta.
Uno pensaría haberlo ya visto todo, en lo que toca al personaje y la gente que lo rodea. Sin embargo, parece que siempre pueden estar peor las cosas: Anthony Scaramucci, el nuevo director de Comunicaciones de la Casa Blanca, soltó, recién llegado al cargo, que el jefe de gabinete del presidente de los Estados Unidos era “un chingado paranoico, esquizofrénico”. Así…
O sea, que tales son los usos, hoy, en el Gobierno de la primera potencia económica y militar del orbe. De tal manera se manifiesta la majestad del Estado, miren ustedes. Pero, no es sólo una cuestión de estilo y de formas: lo más preocupante es que esta manera de llevar los asuntos públicos es apenas un reflejo de algo mucho más grave, a saber, el advenimiento de la crueldad en el ámbito de las políticas gubernamentales. Si fueran meramente zafios podrían parecernos vagamente divertidos o exóticos. No es así. Son malos y tontos. La peor combinación.
Quien diga que ese hombre posee cualidades excepcionales por el hecho de haber llegado a la presidencia está dejando de percibir otras realidades. Para empezar, no ganó: Hillary Clinton recibió casi tres millones de votos más que él. Que el rancio sistema electoral de los Estados Unidos consienta la descomunal aberración de que el candidato que obtuvo un mayor número de sufragios no llegue a la presidencia es otro asunto. En segundo lugar, la ineptitud de Trump resulta cada vez más evidente para cualquier observador de la cosa pública, aparte de muy dañina para su país: la renuncia a participar en el acuerdo económico transpacífico, la terquedad de construir un muro fronterizo totalmente inútil, la obsesión por desmantelar el sistema sanitario implementado por Barack Obama, la persecución de los inmigrantes, la poca disposición a seguir liderando a las naciones del mundo en la defensa de los valores de la democracia liberal y la instauración de medidas discriminatorias en las Fuerzas Armadas son manifestaciones palmarias de una deriva que no llevará a la “grandeza de América” sino, todo lo contrario, a su progresiva irrelevancia en un mundo donde otras naciones terminarán por ocupar su lugar.
El espectáculo de los bufones, los torpes y los majaderos es ciertamente entretenido para el respetable público. El costo, por desgracia, será altísimo.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
No tenemos, sin embargo, a un presidente de la República ni lejanamente parecido al actual inquilino de la Casa Blanca. Lo que está ocurriendo, hoy día, en nuestro vecino país, es punto menos que asombroso y, a pesar de todos los pesares —y obviando las siderales diferencias entre las dos naciones—, no podemos siquiera imaginar que Enrique Peña pudiere escenificar los desplantes, desfachateces, insolencias y descomposturas que Donald Trump les hace sobrellevar a diario sus conciudadanos. Que nos sirva de fútil consuelo, señoras y señores, aunque no mitigue el creciente enojo de los mexicanos.
En los hechos, son muy pocos los líderes mundiales que llegan a exhibir tales modos. Maduro es mucho peor, desde luego, con el factor agravante de que el chavismo se dedicó a desmantelar el sistema de contrapesos que limita las atribuciones de cada uno de los tres Poderes para concentrarlos en el Ejecutivo y ejercer así una dictadura de facto. Esto, por fortuna, no lo puede hacer Trump, aunque ganas no le falten de mandar como un tiranuelo suramericano. Y, bueno, en Corea del Norte reina un sujeto absolutamente siniestro, con autoridades absolutas, aunque en este caso no estemos hablando de la ejemplar democracia instaurada en los Estados Unidos sino de un régimen radicalmente totalitario. Ni qué decir de Robert Mugabe, el sátrapa de Zimbabue, y de otros posibles dictadores en algunas repúblicas bananeras africanas. La lista, sin embargo, se termina ahí. Donald Trump, cualesquiera que sean las mediciones, ocupa un lugar prominente en la lista de los líderes políticos impresentables de este planeta.
Uno pensaría haberlo ya visto todo, en lo que toca al personaje y la gente que lo rodea. Sin embargo, parece que siempre pueden estar peor las cosas: Anthony Scaramucci, el nuevo director de Comunicaciones de la Casa Blanca, soltó, recién llegado al cargo, que el jefe de gabinete del presidente de los Estados Unidos era “un chingado paranoico, esquizofrénico”. Así…
O sea, que tales son los usos, hoy, en el Gobierno de la primera potencia económica y militar del orbe. De tal manera se manifiesta la majestad del Estado, miren ustedes. Pero, no es sólo una cuestión de estilo y de formas: lo más preocupante es que esta manera de llevar los asuntos públicos es apenas un reflejo de algo mucho más grave, a saber, el advenimiento de la crueldad en el ámbito de las políticas gubernamentales. Si fueran meramente zafios podrían parecernos vagamente divertidos o exóticos. No es así. Son malos y tontos. La peor combinación.
Quien diga que ese hombre posee cualidades excepcionales por el hecho de haber llegado a la presidencia está dejando de percibir otras realidades. Para empezar, no ganó: Hillary Clinton recibió casi tres millones de votos más que él. Que el rancio sistema electoral de los Estados Unidos consienta la descomunal aberración de que el candidato que obtuvo un mayor número de sufragios no llegue a la presidencia es otro asunto. En segundo lugar, la ineptitud de Trump resulta cada vez más evidente para cualquier observador de la cosa pública, aparte de muy dañina para su país: la renuncia a participar en el acuerdo económico transpacífico, la terquedad de construir un muro fronterizo totalmente inútil, la obsesión por desmantelar el sistema sanitario implementado por Barack Obama, la persecución de los inmigrantes, la poca disposición a seguir liderando a las naciones del mundo en la defensa de los valores de la democracia liberal y la instauración de medidas discriminatorias en las Fuerzas Armadas son manifestaciones palmarias de una deriva que no llevará a la “grandeza de América” sino, todo lo contrario, a su progresiva irrelevancia en un mundo donde otras naciones terminarán por ocupar su lugar.
El espectáculo de los bufones, los torpes y los majaderos es ciertamente entretenido para el respetable público. El costo, por desgracia, será altísimo.
revueltas@mac.com
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