En tanto que ciudadano de a pie —y pagador de impuestos— no tengo grandes aspiraciones: quiero que mi calle sea segura, que esté limpia, bien alumbrada y sin baches; ah, y un buen transporte público; de pilón, para terminar de garantizar mi felicidad terrenal, escuelas en las que se aprenda bien y hospitales donde se cure la gente. Y, sanseacabó, señoras y señores.
¿De qué estamos hablando? Pues, muy simple, de la esencia misma del individuo en las sociedades democráticas de nuestros tiempos: no es, el ciudadano contemporáneo, un sujeto demasiado idealista ni tampoco llevado a cultivar ambiciones desmedidas en el apartado social. No. Con que le asegures unos servicios aceptables —recolección de la basura, voltaje estable en la red eléctrica, agua potable y vigilancia policíaca— se da por bien servido y termina casi por ni enterarse de quién lo gobierna o de cuántos proyectos de ley están pendientes en el Parlamento.
Viajen ustedes a Escandinavia, a Australia, a Suiza o a Bélgica y pregúntenle al primer llegado quién es su primer ministro: habrá algunos de los interrogados que sabrán perfectamente el nombre del interfecto, desde luego, pero a la gran mayoría de los habitantes de esas comarcas el tema les tiene prácticamente sin cuidado.
O sea, que al votante de las democracias liberales consolidadas no le importan demasiado las grandes causas, las elevadísimas empresas acometidas por los próceres de una nación y los proyectos de futuro de histórica trascendencia. Le interesan mucho más, lo repito, las guarderías y la puntualidad de los trenes. Por eso mismo, los habitantes de las sociedades desarrolladas son mucho más inmunes a la demagogia que quienes, obligados a afrontar las durezas del subdesarrollo, se dejan engatusar por las promesas del mesías de turno.
Lo mejor que pudiéramos esperar, como mexicanos, es no necesitar ya de juramentos, ofrendas, compromisos y futuros esperanzadores. Insisto: nos bastaría, como supremo proyecto de nación, tener avenidas bien pavimentadas, calles con alumbrado y escuelas bonitas. Pero, qué caray, así de pedestres como son nuestras necesidades, resulta que no nos las pueden satisfacer...
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
¿De qué estamos hablando? Pues, muy simple, de la esencia misma del individuo en las sociedades democráticas de nuestros tiempos: no es, el ciudadano contemporáneo, un sujeto demasiado idealista ni tampoco llevado a cultivar ambiciones desmedidas en el apartado social. No. Con que le asegures unos servicios aceptables —recolección de la basura, voltaje estable en la red eléctrica, agua potable y vigilancia policíaca— se da por bien servido y termina casi por ni enterarse de quién lo gobierna o de cuántos proyectos de ley están pendientes en el Parlamento.
Viajen ustedes a Escandinavia, a Australia, a Suiza o a Bélgica y pregúntenle al primer llegado quién es su primer ministro: habrá algunos de los interrogados que sabrán perfectamente el nombre del interfecto, desde luego, pero a la gran mayoría de los habitantes de esas comarcas el tema les tiene prácticamente sin cuidado.
O sea, que al votante de las democracias liberales consolidadas no le importan demasiado las grandes causas, las elevadísimas empresas acometidas por los próceres de una nación y los proyectos de futuro de histórica trascendencia. Le interesan mucho más, lo repito, las guarderías y la puntualidad de los trenes. Por eso mismo, los habitantes de las sociedades desarrolladas son mucho más inmunes a la demagogia que quienes, obligados a afrontar las durezas del subdesarrollo, se dejan engatusar por las promesas del mesías de turno.
Lo mejor que pudiéramos esperar, como mexicanos, es no necesitar ya de juramentos, ofrendas, compromisos y futuros esperanzadores. Insisto: nos bastaría, como supremo proyecto de nación, tener avenidas bien pavimentadas, calles con alumbrado y escuelas bonitas. Pero, qué caray, así de pedestres como son nuestras necesidades, resulta que no nos las pueden satisfacer...
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