Salvar el reino por lo que vale la pena.
Las piezas se mueven y, como en la vida real, de inmediato es evidente la diferencia entre un jugador avezado y quien tan sólo empuja la madera. La vida imita al ajedrez de manera pasmosa, como lo han consignado sabiamente desde Kasparov hasta nuestro entrañable Lora, y los últimos movimientos en la administración estadunidense tan sólo lo confirman.
Donald Trump se enroca: el rey se siente amenazado y se repliega hacia la zona del tablero que le ofrece mayor seguridad. El anuncio de la semana pasada —que proscribe a los transexuales de las fuerzas armadas, ante la sorpresa del propio Pentágono— no es sino un burdo guiño a los grupos conservadores que lo llevaron al poder. La medida puede o no llevarse a cabo: lo relevante, en este momento, es la prenda entregada a quienes son su último refugio.
La vida imita al ajedrez, de manera sorprendente. El enroque sólo es posible después de mover al caballo y al alfil, para lo cual es preciso, necesariamente, desplazar a un peón. Trump perdió a Bannon cuando se le enfrentó Kushner —el movimiento del alfil supuso el sacrificio del caballo (una pieza que cualquier jugador experto sabe que puede ser mucho más valiosa)— y al yerno incómodo cuando se le relacionó con la trama rusa de manera directa: el alfil fue cedido por la decisión atemperada de un jugador, a final de cuentas, bisoño. Sean Spicer sale también del tablero y, es preciso recordarlo, quien pretende ocupar sus funciones tendría que realizar un movimiento que le dé relevancia y posición: una jugada que se pierde en las declaraciones absurdas de Scaramucci y que propicia una pérdida de equilibrio que lleva al rey a buscar una posición segura. Enroque corto, porque el largo implicaría mover a una dama que, de por sí y hay que recordarlo, le niega la mano en público.
El enroque en ajedrez tiene, al menos, dos consecuencias inmediatas: desplaza al rey a una posición más segura y pone en el centro del tablero a la torre, involucrándola en el juego de manera más activa. El nombramiento de John Kelly, en sustitución de Reince Priebus como jefe de Gabinete, le otorga nueva preponderancia a las fuerzas armadas en un momento en el que el tablero global —el ajedrez estadunidense no es sino parte de un juego mucho más amplio— se complica ante las malas decisiones que han llevado a situaciones de presión inusitada en el Oriente Medio, la Península de Corea y la zona del sudeste de Asia relacionada con el Estrecho de Malaca. La región entera es un polvorín a punto de explotar: Kim Jong-Un, quien fue calificado como “a smart cookie” —un tipo listo— por Donald Trump, resultó serlo más de lo que se esperaba y ha realizado un lanzamiento de misiles tras otro ante la indolencia de una administración que se pierde en el control de daños, cotidiano, de las declaraciones de un mandatario que está más interesado en seguir marcando distancia con su antecesor que en construir su propia historia.
Una historia que, para el presidente de Estados Unidos, parece haber terminado con la elección que lo llevó al poder: después de su toma de posesión, todo han sido rumbos inconexos. Primero, en la etapa de Bannon, en la que trató de imponer su hegemonía a través del esperpento en sus declaraciones; después, en la de Kushner, cuando trataron de imponerle un perfil más amigable que no supo sostener. Posteriormente, en la debacle de la investigación rusa que lo llevó al caos interno que ahora vive y que, en esta nueva fase, lo lleva al barranco tras las declaraciones del impresentable que le sirve, presuntamente, como director de comunicaciones.
Trump se derrumba, pero en su caída encuentra los tambores de guerra que le han servido a sus antecesores en situaciones similares. He ahí el peligro: unos tambores de guerra que, ahora, traen aparejada la amenaza de la guerra nuclear. Una guerra que le sirve al cretino de un lado, que se siente con derecho divino, y que está procurando el demente del otro, que está dispuesto a cualquier cosa con tal de satisfacer su propio ego. El mundo está en peligro: estamos en manos de dos desequilibrados, sin saber a ciencia cierta cuál es cuál.
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