No deja de ser curioso, pero a la vez hace todo el sentido. Andrés Manuel es el puntero en una carrera en la que existe un solo contendiente: sin rivales definidos por los otros partidos, mal haría en ocupar un segundo lugar. Lo sabe, y lo ha aprovechado: lleva meses comportándose como si su toma de protesta no fuera sino un mero trámite.
Pero no lo es, y también lo sabe. Su poder es indiscutible, aunque no le es suficiente para llegar a la Presidencia de la República: el proyecto que ha construido es enteramente personal, sin una estructura capaz de cuestionar sus excentricidades, pero, tampoco —y he ahí el quid del asunto— suficiente para defender sus votos en cada casilla. Andrés Manuel se ha dedicado a construir su propia imagen, a darle matices al personaje que quiere llevar a la titularidad del Ejecutivo: el luchador social, émulo de Juárez, que se enfrentó —y venció— a los enemigos de la patria: nostro nuovo Benito. Un personaje que, sin embargo, se ha llevado entre las patas a cualquiera que se ha interpuesto en su camino: el verdadero artífice de la debacle actual del PRD es quien no permitió, en su momento, que surgieran liderazgos que pudieran opacarlo en sus eternas pretensiones. El mismo que hoy exige, día con día, de todas las formas posibles, que vuelvan a seguirlo en su aventura.
Andrés Manuel necesita de la izquierda para cristalizar su proyecto, aunque éste en realidad no sea un proyecto de izquierda. Y, si no es con la izquierda, que entonces sea con quien esté dispuesto a secundarlo: los pecadores arrepentidos siempre serán aceptados en la grey del buen pastor. Cualquiera, sin excepción alguna: quien está sediento de poder está, también, dispuesto a abrevar de cualquier lado con tal de saciarse.
La pregunta es para la izquierda verdadera, para la izquierda que hoy lucha por el reconocimiento a la diversidad —con la que Andrés Manuel no se compromete— y que ayer luchó por los derechos de las mujeres —quienes “merecen ir al cielo”, según contestó hace unos días cuando se le preguntó su postura sobre el feminismo— y que siempre ha luchado por la libertad de una prensa que López Obrador no duda en calificar como “inmunda” cuando no le favorece: ¿están, realmente, dispuestos a secundar incondicionalmente a quien no tiene nada que ver con ustedes? ¿A quien no les promete nada? ¿A quien ha dado visos de que los próximos “pecadores arrepentidos” podrían ser los miembros de una de las agrupaciones magisteriales que han comprometido el progreso de nuestro país, y con los que podría aliarse con tal de conseguir el triunfo de la maestra Delfina?
López Obrador está dispuesto a todo. A todo. No por el beneficio del pueblo bueno, no por la defenestración de la mafia en el poder, no por los ideales de la izquierda. A todo con tal de saciar sus ambiciones. Y lo que veremos esta semana, los siguientes penultimátums, las amenazas, las alianzas inesperadas, lo que esté dispuesto a hacer para vencer en el Estado de México, no será sino una muestra patente —fehaciente— de lo que ha sido claro desde la época de los segundos pisos, de los viejitos, de las ligas, de las chachalacas, de los plantones, de la presidencia legítima, de todo lo que hemos visto desde entonces hasta éste, el momento de los penultimátums: lo único que importa, en la mente del Mesías Tropical, es sentarse en la silla del Benemérito. Sin despeinarse, de preferencia.
A ver si la izquierda le sigue haciendo el caldo gordo.
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