Departiendo con amigos en una comida, volvió a surgir uno de los argumentos habituales de las sobremesas, a saber, el juicio de que nuestro sistema político promueve pura y simplemente la ignorancia de los mexicanos para manipularlos así más fácilmente. O sea, que el estrepitoso fracaso del proyecto educativo nacional no resultaría de omisiones e inacciones sino de un propósito deliberado.
Pero, eso no es cierto, señoras y señores. La poca instrucción de nuestro pueblo es un subproducto, no una meta en sí misma. En una sociedad en la que los periodistas escriben con faltas de ortografía, los políticos se expresan con escandalosa incorrección verbal, la burocracia decreta trámites descomunalmente imbéciles y la corrupción penetra malignamente todos ámbitos colectivos, sería absolutamente inesperado que la educación pública fuera un espacio de virtuosa excepcionalidad. Digo, ¿cómo, de dónde, gracias a qué se daría ese extraordinario fenómeno, en parecido entorno, de que la instrucción de nuestros compatriotas apareciera de pronto como algo milagrosamente incontaminado, como un oasis mágicamente salvaguardado donde la rectitud y la solvencia de los profesores, por un lado, y la excelencia de los programas, por el otro, garantizarían una educación de primerísimo nivel para los niños de la nación?
Es natural que eso no haya ocurrido y que, por el contrario, en el sector educativo se manifiesten las lacras y los vicios de un régimen que, en su momento, privilegió las políticas clientelares y el corporativismo para asegurarse la adhesión electoral de un gremio en vez de amparar la educación, uno de los intereses superiores de la patria. Pero, lo repito, no es un perverso complot sino algo mucho más simple y mezquino: la mera elección entre cuidar intereses inmediatos —ganar la siguiente elección y mantenerse en el poder— o procurar un fin más elevado, y necesariamente abstracto (para ellos, o sea), como viene siendo la creación de generaciones enteras de mexicanos bien instruidos.
Tomaron la decisión de complacer a grupos, clientelas, cuerpos y colectivos laborales en vez de beneficiar globalmente a México. Y, pues sí, se llevaron entre las patas a millones de ciudadanos. Hoy, estamos pagando el precio. Porque, la sentencia de Fernando Savater sigue siendo lapidaria: “Un pueblo sin educación es un pueblo ingobernable”. Lo estamos viendo todos los días, ¿o no?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, eso no es cierto, señoras y señores. La poca instrucción de nuestro pueblo es un subproducto, no una meta en sí misma. En una sociedad en la que los periodistas escriben con faltas de ortografía, los políticos se expresan con escandalosa incorrección verbal, la burocracia decreta trámites descomunalmente imbéciles y la corrupción penetra malignamente todos ámbitos colectivos, sería absolutamente inesperado que la educación pública fuera un espacio de virtuosa excepcionalidad. Digo, ¿cómo, de dónde, gracias a qué se daría ese extraordinario fenómeno, en parecido entorno, de que la instrucción de nuestros compatriotas apareciera de pronto como algo milagrosamente incontaminado, como un oasis mágicamente salvaguardado donde la rectitud y la solvencia de los profesores, por un lado, y la excelencia de los programas, por el otro, garantizarían una educación de primerísimo nivel para los niños de la nación?
Es natural que eso no haya ocurrido y que, por el contrario, en el sector educativo se manifiesten las lacras y los vicios de un régimen que, en su momento, privilegió las políticas clientelares y el corporativismo para asegurarse la adhesión electoral de un gremio en vez de amparar la educación, uno de los intereses superiores de la patria. Pero, lo repito, no es un perverso complot sino algo mucho más simple y mezquino: la mera elección entre cuidar intereses inmediatos —ganar la siguiente elección y mantenerse en el poder— o procurar un fin más elevado, y necesariamente abstracto (para ellos, o sea), como viene siendo la creación de generaciones enteras de mexicanos bien instruidos.
Tomaron la decisión de complacer a grupos, clientelas, cuerpos y colectivos laborales en vez de beneficiar globalmente a México. Y, pues sí, se llevaron entre las patas a millones de ciudadanos. Hoy, estamos pagando el precio. Porque, la sentencia de Fernando Savater sigue siendo lapidaria: “Un pueblo sin educación es un pueblo ingobernable”. Lo estamos viendo todos los días, ¿o no?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario