¿Desearían ustedes tal vez degustar los resabios del apocalipsis, estimados lectores del interior de la República (dicho esto, lo de interior, sin ningún afán peyorativo sino en estricto sentido de la palabra —digo, lo opuesto, el exterior, es el resto del mundo— y, encima, asentado por un escribidor afincado en Aguascalientes)? Pues, emprendan el viaje hacia la capital de todos los mexicanos e intenten llevar una rutina de normalidad en cualquier día laborable de la semana. O sea, acometan la empresa de desplazarse hacia un punto determinado de la ciudad esperando que esta faena transcurra en un tiempo vagamente razonable o, por lo menos, no descomunalmente exagerado. Y, ya plenamente involucrados en esta suerte de misión experimental, constaten, primeramente, que el tráfico es habitualmente infernal y, en segundo lugar, que las cosas son mucho peores de lo que ya tendrían que ser porque a la morrocotuda cantidad de coches que circulan por las calles hay que añadir el obstáculo adicional de las manifestaciones y las “marchas”.
Pero, ¿por qué protesta tanto el pueblo bueno de esta nación? Y, sobre todo, ¿por qué esa manifestación del descontento popular tiene que significar una auténtica monserga para la inmensa mayoría de los ciudadanos? Digo, cada día que pasa ocurren bloqueos de avenidas, cercos de oficinas públicas, cortes de calles, cierres y asedios. Prácticamente cualquier razón es buena, desde un alboroto porque se va a construir una vía ferroviaria o a edificar un centro comercial hasta el sempiterno pataleo por los asesinatos de los jóvenes de Ayotzinapa (por cierto, a partir de la lógica que ha exhibido ya-saben-ustedes-quien, sería perfectamente entendible que Enrique Peña, cuestionado por los inconformes de turno, respondiera con un lapidario “pregúntenle a López Obrador” en tanto que este último compartió una cercanía con el señor Abarca, uno de los directísimos responsables de la tragedia, que el presidente de México jamás tuvo), pasando por las airadas demandas de organizaciones campesinas y todos los grupos corporativos habidos y por haber.
El propósito, desde luego, es obtener las debidas reparaciones de papá Gobierno. No sé si esto se logre en cada uno de los casos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, ¿por qué protesta tanto el pueblo bueno de esta nación? Y, sobre todo, ¿por qué esa manifestación del descontento popular tiene que significar una auténtica monserga para la inmensa mayoría de los ciudadanos? Digo, cada día que pasa ocurren bloqueos de avenidas, cercos de oficinas públicas, cortes de calles, cierres y asedios. Prácticamente cualquier razón es buena, desde un alboroto porque se va a construir una vía ferroviaria o a edificar un centro comercial hasta el sempiterno pataleo por los asesinatos de los jóvenes de Ayotzinapa (por cierto, a partir de la lógica que ha exhibido ya-saben-ustedes-quien, sería perfectamente entendible que Enrique Peña, cuestionado por los inconformes de turno, respondiera con un lapidario “pregúntenle a López Obrador” en tanto que este último compartió una cercanía con el señor Abarca, uno de los directísimos responsables de la tragedia, que el presidente de México jamás tuvo), pasando por las airadas demandas de organizaciones campesinas y todos los grupos corporativos habidos y por haber.
El propósito, desde luego, es obtener las debidas reparaciones de papá Gobierno. No sé si esto se logre en cada uno de los casos.
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