Los humanos estamos fatalmente marcados por el signo de los rituales. Necesitamos de símbolos y representaciones para darle una forma a una existencia que, sin esos puntos de verificación, nos resultaría demasiado difusa e intrascendente. Celebramos así aniversarios, llevamos escrupulosa cuenta de nuestros logros, consignamos metódicamente resultados y publicamos metas alcanzadas no sólo para que en el ámbito de lo público permanezca un registro de nuestro paso por el mundo, así de pequeño como pudiere ser, sino para satisfacer esa imperiosa necesidad de traducir lo cotidiano en culminantes solemnidades.
En México se nos pasa la mano, desde luego. No hay casi manera, aquí, de que alguien haga nada sin que se sienta obligado a cacarearlo a los cuatro vientos y todo necesita de una constancia material: el simple puente de una autopista construido para franquear una zanja debe llevar el nombre de un ingeniero, la terminación de unos cursos en el colegio requiere de una placa conmemorativa, las avenidas deben ser constantemente rebautizadas con los títulos de los prohombres de nuestra clase gobernante y, de la misma manera, hay días del calendario para conmemorar pomposamente todos los oficios habidos y por haber: la enfermera (y, desde luego, el enfermero), el contador público (25 de mayo), el maestro, el cartero, el arquitecto (1º de octubre), el abogado (12 de julio), el albañil (3 de mayo), el fotógrafo (5 de enero), el guardavidas (4 de febrero), el electricista (20 de marzo), el bombero (2 de junio), el locutor (3 de julio), etcétera, etcétera… Fechas, todas ellas, en que cada uno de los gremios exige el debido reconocimiento, la ineludible ceremonia y, en el caso de aquellos cuerpos beneficiados por la correspondiente representación sindical, pagas extraordinarias y jornadas enteras de descanso.
Con todo, hay que reconocer que nuestra cultura celebratoria se ha visto un tanto mermada por algunas restricciones al culto a la personalidad: creo recordar que la estatua ecuestre de uno de los más nefastos presidentes de nuestra maltrecha República fue demolida para mitigar la ira popular luego de su desastrosa gestión. Y, ahora mismo, es poco probable que la impopularidad de Enrique Peña pueda atemperarse lo suficiente como para que barrios, hospitales, oficinas públicas y calles comiencen a llevar su nombre. Es muy llamativo, en este sentido, el deslustre de una figura presidencial a la que se le imputan, con razón o sin ella, todos los infortunios acontecidos en la nación. Sin embargo, en todos los demás renglones siguen imperando los usos ritualistas de una sociedad, lo repito, con un desmesurado gusto por el reconocimiento.
En fin, así como en el vestíbulo de cada teatro del territorio patrio debe colocarse una lámina para atestiguar que se han llevado a cabo 100 representaciones de una obra (me pregunto si, dentro de 500 años, a alguien le podrá importar esto un bledo y me permito, para no parecer demasiado descortés, solicitar a ustedes, considerados lectores, que consulten una lista de premios Nobel de literatura donde figuran personajes como Halldór Laxness, John Galsworthy, Grazia Deledda, Carl Spitteler, Gerhart Hauptmann o José Echegaray, distinguidísimos escritores todos ellos pero, con perdón, caídos en el olvido por el inexorable paso del tiempo), así también se acaban de registrar, en los Estados Unidos, los primeros 100 días de gobierno del inefable Donald Trump. El hombre, sabedor (dentro de lo que cabe, en un individuo egocéntrico y desaforadamente narcisista) de que sus logros son muy magros, ha pretendido no dar demasiada importancia al acontecimiento: “Es una meta artificial. No es algo demasiado significativo”, dijo, para no tener que rendir cuentas claras en una fecha determinante para los presidentes de cualquier país. Pero, justamente, transcurridos 100 días, la atención de sus gobernados —y de todos los medios— está puesta en los resultados obtenidos y las acciones emprendidas. Y, salvo el nombramiento de uno de los ministros de la Suprema Corte —algo que, por lo visto, es considerado como una victoria política—, lo que hemos visto es una presidencia conducida de manera errática por un individuo contradictorio, inexperto, impulsivo e ignorante.
Hemos visto, también, que son totalmente infundados los temores de que gracias al triunfo de The Donald se pudiera consagrar una figura dictatorial en nuestro vecino país: el sistema no le otorga poderes ilimitados al presidente ni lo faculta para tomar decisiones de manera unilateral. Y así, el veto de Trump a los viajeros provenientes de seis naciones de mayoría musulmana fue abolido por dos jueces federales; el desmantelamiento del sistema de cobertura sanitaria implementado por Barack Obama no pudo llevarse a cabo por las reticencias del Congreso; y, entre otros de los propósitos expresados en su belicosa campaña electoral, la construcción del “hermoso muro” en la frontera con México tampoco se ha comenzado.
Sólo son 100 días, naturalmente. Nos sirven, sin embargo, de muestra. Vistas las cosas, creo que los mexicanos podemos estar un poco más tranquilos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
En México se nos pasa la mano, desde luego. No hay casi manera, aquí, de que alguien haga nada sin que se sienta obligado a cacarearlo a los cuatro vientos y todo necesita de una constancia material: el simple puente de una autopista construido para franquear una zanja debe llevar el nombre de un ingeniero, la terminación de unos cursos en el colegio requiere de una placa conmemorativa, las avenidas deben ser constantemente rebautizadas con los títulos de los prohombres de nuestra clase gobernante y, de la misma manera, hay días del calendario para conmemorar pomposamente todos los oficios habidos y por haber: la enfermera (y, desde luego, el enfermero), el contador público (25 de mayo), el maestro, el cartero, el arquitecto (1º de octubre), el abogado (12 de julio), el albañil (3 de mayo), el fotógrafo (5 de enero), el guardavidas (4 de febrero), el electricista (20 de marzo), el bombero (2 de junio), el locutor (3 de julio), etcétera, etcétera… Fechas, todas ellas, en que cada uno de los gremios exige el debido reconocimiento, la ineludible ceremonia y, en el caso de aquellos cuerpos beneficiados por la correspondiente representación sindical, pagas extraordinarias y jornadas enteras de descanso.
Con todo, hay que reconocer que nuestra cultura celebratoria se ha visto un tanto mermada por algunas restricciones al culto a la personalidad: creo recordar que la estatua ecuestre de uno de los más nefastos presidentes de nuestra maltrecha República fue demolida para mitigar la ira popular luego de su desastrosa gestión. Y, ahora mismo, es poco probable que la impopularidad de Enrique Peña pueda atemperarse lo suficiente como para que barrios, hospitales, oficinas públicas y calles comiencen a llevar su nombre. Es muy llamativo, en este sentido, el deslustre de una figura presidencial a la que se le imputan, con razón o sin ella, todos los infortunios acontecidos en la nación. Sin embargo, en todos los demás renglones siguen imperando los usos ritualistas de una sociedad, lo repito, con un desmesurado gusto por el reconocimiento.
En fin, así como en el vestíbulo de cada teatro del territorio patrio debe colocarse una lámina para atestiguar que se han llevado a cabo 100 representaciones de una obra (me pregunto si, dentro de 500 años, a alguien le podrá importar esto un bledo y me permito, para no parecer demasiado descortés, solicitar a ustedes, considerados lectores, que consulten una lista de premios Nobel de literatura donde figuran personajes como Halldór Laxness, John Galsworthy, Grazia Deledda, Carl Spitteler, Gerhart Hauptmann o José Echegaray, distinguidísimos escritores todos ellos pero, con perdón, caídos en el olvido por el inexorable paso del tiempo), así también se acaban de registrar, en los Estados Unidos, los primeros 100 días de gobierno del inefable Donald Trump. El hombre, sabedor (dentro de lo que cabe, en un individuo egocéntrico y desaforadamente narcisista) de que sus logros son muy magros, ha pretendido no dar demasiada importancia al acontecimiento: “Es una meta artificial. No es algo demasiado significativo”, dijo, para no tener que rendir cuentas claras en una fecha determinante para los presidentes de cualquier país. Pero, justamente, transcurridos 100 días, la atención de sus gobernados —y de todos los medios— está puesta en los resultados obtenidos y las acciones emprendidas. Y, salvo el nombramiento de uno de los ministros de la Suprema Corte —algo que, por lo visto, es considerado como una victoria política—, lo que hemos visto es una presidencia conducida de manera errática por un individuo contradictorio, inexperto, impulsivo e ignorante.
Hemos visto, también, que son totalmente infundados los temores de que gracias al triunfo de The Donald se pudiera consagrar una figura dictatorial en nuestro vecino país: el sistema no le otorga poderes ilimitados al presidente ni lo faculta para tomar decisiones de manera unilateral. Y así, el veto de Trump a los viajeros provenientes de seis naciones de mayoría musulmana fue abolido por dos jueces federales; el desmantelamiento del sistema de cobertura sanitaria implementado por Barack Obama no pudo llevarse a cabo por las reticencias del Congreso; y, entre otros de los propósitos expresados en su belicosa campaña electoral, la construcción del “hermoso muro” en la frontera con México tampoco se ha comenzado.
Sólo son 100 días, naturalmente. Nos sirven, sin embargo, de muestra. Vistas las cosas, creo que los mexicanos podemos estar un poco más tranquilos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario