Trump no tiene ni puta idea

Trump no tiene ni puta idea
Era el momento estelar que Donald Trump había estado saboreando: el primer despido, en la nueva temporada de su reality show. Lo había planeado con esmero, y no era para menos: la humillación a México sentaría un precedente claro para las demás naciones, a las cuales se cuidó de amenazar el mismo día por medio de su flamante embajadora ante Naciones Unidas.

El escenario estaba dispuesto: el tono beligerante, las bravatas, las amenazas. La fría recepción a la delegación mexicana, los mensajes por Twitter, el terror de los mercados. La suficiencia para poner un ultimátum altanero que fue tomado —para su sorpresa— al vuelo por nuestra Presidencia. La visita quedó cancelada, y la mesa puesta para que el visceral Presidente de la nación más poderosa del mundo descargara su furia sobre quien se atrevía a oponerse a sus designios. El momento del despido —por fin— había llegado.

Y lo trató de hacer, sin duda. El extraño episodio que siguió, sin embargo —la supuesta tarifa de 20% a los productos mexicanos, y la desestimación posterior de la misma por la Casa Blanca, fue similar a lo que ocurre cuando un bluffer deja caer inadvertidamente sus cartas y sus adversarios se dan cuenta de que sus apuestas no tienen más fundamento que su bocaza. El plan de Trump no hace sentido por ningún lado: más allá de que la mera idea del muro es desquiciada, el resultado del brillante plan de Trump sería que los estadunidenses pagarían una primera vez el muro con sus impuestos, y una segunda al cubrir las tarifas aplicadas a los productos mexicanos. Es absurdo: en realidad, y a falta de una expresión más elocuente, Donald Trump no tiene ni puta idea de cómo podría hacernos pagar por una ocurrencia que anunció desde junio de 2015.

Ni puta idea. Como lo demuestran los desastrosos resultados a corto, mediano y largo plazos de cada una de las decisiones que ha tomado, desde la relación con China y Europa —y su sospechosa cercanía con Moscú— hasta el desdén por los temas ambientales, las abiertas muestras de racismo y la ignorancia notable de las nociones más elementales del derecho internacional. Donald Trump no es un político que esté mostrando su determinación, como dicen sus admiradores, ni un empresario sagaz que esté tratando de subir la apuesta para después negociar, como parece inferir Carlos Slim: Donald Trump no es sino un showman que trata de dar golpes de efecto, un tahúr dispuesto a lanzar órdagos a la ligera, un Chauncey Gardiner que ni siquiera el propio Kosinski se hubiera atrevido a concebir. Un estulto malicioso, perverso, que sólo vive para el espejo que es pulido diligentemente por el equipo que le rodea.

Un espejo que —hay que saberlo— le hemos estrellado. El villano esperaba un grito de terror, y ha recibido la carcajada de quienes lo miran con azoro: la simpleza de sus planes refleja sus limitaciones, las mismas que le han llevado a procurar la admiración por el esperpento. Por eso la dureza repentina contra los musulmanes, por eso la búsqueda instantánea de aprobación de su núcleo más duro. Por eso Donald Trump es más peligroso que nunca, sabedor de que la negociación abierta sería inútil, ahora que sus cartas han sido expuestas. El Donald Trump marrullero entra en escena, y las burlas no hacen sino acendrar un rencor que habrá de tomar en cuenta el equipo mexicano de negociación mientras mantiene la ventaja: el toro, aunque herido, no está sino tomando aliento.

Es momento de unidad, es cierto, pero sobre todo es momento de reflexión. México se enfrenta a un extraño enemigo que no lo es tanto, un enemigo poderoso, pero débil al mismo tiempo. Un enemigo determinado, pero cegado por la Fortuna. Un enemigo que habrá de poner a prueba nuestros liderazgos, pero también nuestra capacidad de apoyar una causa nacional. El enemigo que —tal vez— tanto necesitábamos para construir una patria común.

Comentarios