¿Se han dado cuenta, estimados lectores, de que hoy día prácticamente todo es malo? Si bebes leche o tomas café o comes tomates o engulles nueces o ingieres embutidos resultará, más temprano que tarde, que se aparecerá un estudio en la internet donde algún presunto especialista destacará escrupulosa y concienzudamente los daños de consumir cualesquiera de estos productos (por no hablar que de los primeros que me vinieron a la mente de una lista infinita).
Ayer, mi hija y yo nos sentamos a la mesa en un restaurante de CdMx y, apenas presentarse el mesero para saber de nuestros apetitos, nos recitó una letanía de viandas “orgánicas” (¿en qué momento se decidió que las verduras de siempre, los frutos que hemos consumido desde la infancia y la carne de los animales que hemos devorado durante años enteros no tenían como componente el carbono ni formaban tampoco parte de los seres vivos como para decretar, de un plumazo, esa absurda e incorrecta distinción entre lo “orgánico” y lo otro?), de platos “veganos” (vaya terminajo, ¿de dónde diablos salió?) y de otros posibles manjares que, vistas sus cualidades, podías devorar con plena tranquilidad de conciencia. No sólo le dije al hombre que a mí me daba perfectamente igual sino que, ya puesto, comencé una encendida perorata sobre las virtudes de los cultivos transgénicos, la agricultura mecanizada, los fertilizantes químicos y, de paso, la energía nuclear. Mi heredera no me secundó pero, finalmente, terminamos por elegir los platos que parecían más apetitosos, sin mayores consideraciones.
Hay gente, sin embargo, que se complica más la vida: está en todo momento justipreciando las propiedades intrínsecas de lo que se come y se cree que, en la elección de alimentos “orgánicos” (pues sí, no son piedras) y la religiosa consumición de comestibles “veganos” va a encontrar una suerte de garantía del fabricante para demorar, mágicamente, el ineluctable momento de la muerte.
Todo lo demás, lo que compras en el supermercado es, como decía, malo. Pues, murámonos, de una vez.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Ayer, mi hija y yo nos sentamos a la mesa en un restaurante de CdMx y, apenas presentarse el mesero para saber de nuestros apetitos, nos recitó una letanía de viandas “orgánicas” (¿en qué momento se decidió que las verduras de siempre, los frutos que hemos consumido desde la infancia y la carne de los animales que hemos devorado durante años enteros no tenían como componente el carbono ni formaban tampoco parte de los seres vivos como para decretar, de un plumazo, esa absurda e incorrecta distinción entre lo “orgánico” y lo otro?), de platos “veganos” (vaya terminajo, ¿de dónde diablos salió?) y de otros posibles manjares que, vistas sus cualidades, podías devorar con plena tranquilidad de conciencia. No sólo le dije al hombre que a mí me daba perfectamente igual sino que, ya puesto, comencé una encendida perorata sobre las virtudes de los cultivos transgénicos, la agricultura mecanizada, los fertilizantes químicos y, de paso, la energía nuclear. Mi heredera no me secundó pero, finalmente, terminamos por elegir los platos que parecían más apetitosos, sin mayores consideraciones.
Hay gente, sin embargo, que se complica más la vida: está en todo momento justipreciando las propiedades intrínsecas de lo que se come y se cree que, en la elección de alimentos “orgánicos” (pues sí, no son piedras) y la religiosa consumición de comestibles “veganos” va a encontrar una suerte de garantía del fabricante para demorar, mágicamente, el ineluctable momento de la muerte.
Todo lo demás, lo que compras en el supermercado es, como decía, malo. Pues, murámonos, de una vez.
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