Las explosiones de Tultepec se han vuelto una suerte de macabra tradición. Lo curioso es que el hecho de que ocurrieran varias a lo largo de los últimos años no ha ocasionado, todavía a estas alturas, que se tomen medidas realmente efectivas para prevenir la repetición de la tragedia. Al contrario, la negligencia y la dejadez siguen alcanzado la dimensión de una auténtica fatalidad, algo así como una catástrofe natural debida a la impredecible voluntad de un dios implacable y cruel.
Pero, así son muchas cosas en este país: los descuidos, la imprevisión, la falta de seriedad y la irresponsabilidad —por no hablar de la corrupción— de los encargados de la cosa pública se reflejan, todos los días, en una descomunal cuota de muertes tan innecesarias como evitables. Las carreteras, donde los límites de velocidad no se respetan y las señalizaciones no existen —vas conduciendo de noche, para mayores señas, y no hay una línea visible en el pavimento para mostrarte dónde están los bordes—, son auténticas trampas mortales, aparte de encontrarse en una condición totalmente ruinosa; los trenes descarrillan porque las vías están en mal estado (y esto, en el mejor de los casos porque los habitantes de muchas comunidades le ponen obstáculos a la locomotora para hacer que se detenga el convoy y perpetrar saqueos); los tráileres vuelcan por la descomunal imprudencia de sus conductores (¿hay acaso algo más aberrante que llevar un peso pesado a gran velocidad en una curva?); en fin, la lista podría extenderse de manera interminable.
O sea, que se nos puede aplicar, sin mayores problemas, la infamante categoría de nación tercermundista donde acontecen tragedias provocadas por una muy precaria cultura de prevención, en parte, y por algo que es todavía más grave: un generalizado menosprecio hacia el sacrosanto valor de la vida humana. Quien consiente que las reglamentaciones no se apliquen en un mercado de cohetes y fuegos de artificio es en realidad un individuo con una conciencia reducida de las cosas, alguien incapaz de medir en toda su dimensión el sufrimiento de los otros e indiferente a las consecuencias aterradoras de la desgana. La desgracia no llega sola: casi siempre hay un individuo detrás de las tragedias, siempre existe eso que, cuando comienzan a llevarse a cabo las indagaciones para tratar de explicar los hechos, se califica de “error humano”. El problema es que, las más de las veces (y fuera de cuando se trata de un acto de corrupción, desde luego), esa intervención fatídica no es siquiera tan evidente —es decir, no se trata de una negligencia morrocotuda— sino que se reduce a un mero desinterés, a la falta de empeño por cumplir con las tareas encomendadas. Y ahí no podemos dejar de advertir que México está poblado por millares de sujetos que no realizan sus cometidos con la necesaria escrupulosidad. Lo repito: esas 36 muertes de Tultepec, en vísperas de la Navidad, no tenían por qué acaecer y resultan de inaceptables negligencias.
Pero entonces, ¿qué podemos hacer como nación? ¿Cómo transformamos el entorno para que los habitantes de este país tengan aseguradas las garantías más esenciales y que no nos encontremos, un día cualquiera, con la espeluznante cifra de 36 cadáveres? La tarea es complicada porque tiene que ver con la disposición de los ciudadanos, en su conjunto, a someterse a las reglas, a aceptar la autoridad y a renunciar al ejercicio de conductas nocivas para los demás. Y, doblemente difícil porque la tal “autoridad” no está investida, en sí misma, de la suficiente legitimidad: quienes la detentan son tan poco confiables como quienes cometen infracciones.
En este maligno círculo vicioso, no podemos casi saber por dónde se pudiere romper la cadena de incumplimientos de unos y otros. La educación juega un papel, naturalmente, pero ¿ya ahora, ya a partir de este preciso instante? No. Los posibles efectos benéficos de contar con una población más instruida y concientizada se verán dentro de varios años, siempre y cuando tenga efectos reales la reforma educativa. De la misma manera, la instauración de un nuevo sistema penal puede ayudar a reducir los índices de impunidad, la madre de todos los males. Pero, tampoco resultan tan evidentes las consecuencias directas en el tema de prevenir catástrofes innecesarias. En algún momento, sin embargo, el enojo de los ciudadanos se traducirá en acciones y políticas reales. Eso esperamos. O, ¿seguiremos teniendo esta indigna resignación ante el espanto de 36 cadáveres en unas Navidades?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, así son muchas cosas en este país: los descuidos, la imprevisión, la falta de seriedad y la irresponsabilidad —por no hablar de la corrupción— de los encargados de la cosa pública se reflejan, todos los días, en una descomunal cuota de muertes tan innecesarias como evitables. Las carreteras, donde los límites de velocidad no se respetan y las señalizaciones no existen —vas conduciendo de noche, para mayores señas, y no hay una línea visible en el pavimento para mostrarte dónde están los bordes—, son auténticas trampas mortales, aparte de encontrarse en una condición totalmente ruinosa; los trenes descarrillan porque las vías están en mal estado (y esto, en el mejor de los casos porque los habitantes de muchas comunidades le ponen obstáculos a la locomotora para hacer que se detenga el convoy y perpetrar saqueos); los tráileres vuelcan por la descomunal imprudencia de sus conductores (¿hay acaso algo más aberrante que llevar un peso pesado a gran velocidad en una curva?); en fin, la lista podría extenderse de manera interminable.
O sea, que se nos puede aplicar, sin mayores problemas, la infamante categoría de nación tercermundista donde acontecen tragedias provocadas por una muy precaria cultura de prevención, en parte, y por algo que es todavía más grave: un generalizado menosprecio hacia el sacrosanto valor de la vida humana. Quien consiente que las reglamentaciones no se apliquen en un mercado de cohetes y fuegos de artificio es en realidad un individuo con una conciencia reducida de las cosas, alguien incapaz de medir en toda su dimensión el sufrimiento de los otros e indiferente a las consecuencias aterradoras de la desgana. La desgracia no llega sola: casi siempre hay un individuo detrás de las tragedias, siempre existe eso que, cuando comienzan a llevarse a cabo las indagaciones para tratar de explicar los hechos, se califica de “error humano”. El problema es que, las más de las veces (y fuera de cuando se trata de un acto de corrupción, desde luego), esa intervención fatídica no es siquiera tan evidente —es decir, no se trata de una negligencia morrocotuda— sino que se reduce a un mero desinterés, a la falta de empeño por cumplir con las tareas encomendadas. Y ahí no podemos dejar de advertir que México está poblado por millares de sujetos que no realizan sus cometidos con la necesaria escrupulosidad. Lo repito: esas 36 muertes de Tultepec, en vísperas de la Navidad, no tenían por qué acaecer y resultan de inaceptables negligencias.
Pero entonces, ¿qué podemos hacer como nación? ¿Cómo transformamos el entorno para que los habitantes de este país tengan aseguradas las garantías más esenciales y que no nos encontremos, un día cualquiera, con la espeluznante cifra de 36 cadáveres? La tarea es complicada porque tiene que ver con la disposición de los ciudadanos, en su conjunto, a someterse a las reglas, a aceptar la autoridad y a renunciar al ejercicio de conductas nocivas para los demás. Y, doblemente difícil porque la tal “autoridad” no está investida, en sí misma, de la suficiente legitimidad: quienes la detentan son tan poco confiables como quienes cometen infracciones.
En este maligno círculo vicioso, no podemos casi saber por dónde se pudiere romper la cadena de incumplimientos de unos y otros. La educación juega un papel, naturalmente, pero ¿ya ahora, ya a partir de este preciso instante? No. Los posibles efectos benéficos de contar con una población más instruida y concientizada se verán dentro de varios años, siempre y cuando tenga efectos reales la reforma educativa. De la misma manera, la instauración de un nuevo sistema penal puede ayudar a reducir los índices de impunidad, la madre de todos los males. Pero, tampoco resultan tan evidentes las consecuencias directas en el tema de prevenir catástrofes innecesarias. En algún momento, sin embargo, el enojo de los ciudadanos se traducirá en acciones y políticas reales. Eso esperamos. O, ¿seguiremos teniendo esta indigna resignación ante el espanto de 36 cadáveres en unas Navidades?
revueltas@mac.com
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