Castristas embelesados por la tiranía

Castristas embelesados por la tiranía
Hay cosas que uno puede entender muy bien: el deseo de que exista mayor igualdad entre los seres humanos, el propósito de que la riqueza se reparta más equitativamente, la necesidad de frenar los abusos del capitalismo a través de reglamentaciones y controles, el papel del Estado como ejecutor de políticas sociales, etcétera, etcétera. Pero, para implementar estos valores y principios, ¿es acaso obligado instaurar un sistema dictatorial?

La pregunta es doblemente pertinente ahora que se aquilata la trascendencia de Fidel Castro. Al llegar al poder, su figura fue la representación misma del revolucionario justiciero, del hombre que plantaba cara con descomunal valentía al imperialismo yanqui y que reivindicaba, por fin, los derechos de los oprimidos pueblos de Latinoamérica. Y así siguió siendo durante décadas enteras, hasta estos mismos momentos: muchos de sus seguidores ensalzan todavía su figura y —confrontados al hecho de que el hombre traicionó y asesinó a sus compañeros de armas, de que persiguió con saña a sus opositores, de que encarceló a los disidentes, de que promovió un delirante culto colectivo a su persona y de que suprimió las más elementales libertades— no sólo no miran hacia otro lado sino que arremeten rabiosamente contra el mensajero. Todo esto, desde luego, sin emigrar a Cuba para acogerse a las bondades del “socialismo” y sin reconocer siquiera que algo no debe estar bien en un país del que miles de ciudadanos escapan.

Pero, las cosas son lo que son: cuando los valores de la sociedad abierta hayan adquirido total preeminencia y que prácticamente nadie esté dispuesto a sacrificar los principios de la democracia liberal para anteponer una quimérica utopía, entonces el reinado de Fidel será justipreciado como una colosal aberración histórica, como otra más de esas destructivas entelequias que, devenidas en regímenes de avasallamiento y quebranto, han sembrado puro sufrimiento en la faz de la tierra.

Castro creó una sociedad de ciudadanos delatores y de burócratas envilecidos, un Estado policíaco en el que la mera tarea de sobrellevar la cotidianidad fue siempre un reto mayor para la empobrecida y desesperanzada población. ¿Se le puede suponer grandeza alguna a este sátrapa megalómano?

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor. 

Comentarios