De la elección presidencial estadunidense se desprenden lecciones útiles: la importancia del debate, el escrutinio de los medios de comunicación, la necesidad de campañas bien planeadas, con claridad estratégica, y muchas otras cosas más. Sin embargo, no todo es aplicable en otras latitudes; en primer término —y eso no está a la vista— el federalismo estadunidense tiene varias expresiones singulares. Una de ellas, las elecciones se instrumentan y organizan de conformidad a los órganos electorales de las entidades; allá no hay un INE semejante al de nuestro país.
Otra de las características del sistema federado estadunidense es la manera como se elige al Presidente; allá hay una modalidad de elección indirecta que consiste en integrar un colegio electoral con 538 votantes con mandato vinculatorio que se eligen por mayoría en los estados, lo que significa que se requieren 270 para ganar la elección, independientemente del ganador en la suma de la votación nacional.
En México hay una autoridad electoral nacional con poderes sobre los órganos electorales locales. La fiscalización, el listado de votantes y el contencioso electoral son centralizados. Los partidos en México también son maquinarias centralizadas y verticales. Esto tiene razones históricas, como es la desconfianza electoral y una convicción, bastante errónea pero lamentablemente generalizada, de actores políticos e instituciones, en el sentido de que es más confiable, seguro y eficaz hacer las cosas desde el centro.
Lo anterior, a contrapelo de que la transición política en México ha significado una descentralización del poder a través de órganos especializados autónomos, así como de una mayor influencia de los partidos y del Congreso en las decisiones públicas. Esto tiene sus ventajas, pero también efectos indeseables cuando la integración de los órganos colegiados, como es el Consejo General del INE o los integrantes del Tribunal Electoral, deben ser votados en el Congreso. Es decir: descentralizamos el poder pero centralizamos las decisiones fundamentales para hacerlo posible u operativo.
En esta lógica, el poder del gobierno en materia electoral se ha reducido de manera considerable, pero eso no significa que se haya descentralizado regionalmente. Incluso los estados también han visto disminuir sus atribuciones. La consecuencia es que lo que el Ejecutivo federal y locales pierden alguien lo gana. La cuestión es a quién debe trasladársele tal poder. En la lógica de la transición, que es la que impera, lo que el PRI-Gobierno pierde debe ganarlo la oposición, esto es, los partidos políticos, y así los órganos electorales administrativos y judiciales fueron integrados por cuotas partidarias como una fórmula para resolver el desencuentro entre el gobierno y la pluralidad.
Pero la suma de parcialidades no construye imparcialidad. Si acaso, un equilibrio muy complejo sobre el que debe transitar la organización de las elecciones y en ocasiones la aplicación de la ley. A esto hay que agregar que el modelo comunicacional bajo el principio de asegurar la equidad en la contienda genera una tensión fuerte entre los medios de comunicación y el órgano electoral.
Sin duda a quien debe transferirse la función de Estado de organizar las elecciones es al órgano electoral. En la medida en que éste se sobreponga al interés de los partidos o de las empresas de comunicación, su actuación será virtuosa, aunque inevitablemente polémica y discutible. En otras palabras, sobre la experiencia exitosa de la elección presidencial de 2000, y no tanto las de 2006 y 2012, el mejor escenario es el de una autoridad electoral fortalecida y acreditada por sus decisiones, no por el apoyo de los partidos o de los medios de comunicación.
El país ha cambiado sustancialmente de 2000 a 2018, casi 20 años plantean un escenario muy diferente. El Presidente, su equipo y el gabinete no tienen el mismo lugar que en el pasado. Sin embargo, la Presidencia de la República no deja de ser considerada como la institución más relevante y representativa del Estado mexicano, lo que significa que es objeto de exigencias de imparcialidad y eficacia, pero no cuenta con los instrumentos para corresponder a parte de la expectativa.
El INE es la institución fundamental no solo en términos administrativos y de organización electoral, también pesa sobre éste la responsabilidad real y simbólica de ser garante de imparcialidad, equidad y legalidad de las mismas autoridades y de los actores de la contienda como son partidos, medios de comunicación y candidatos.
El INE requiere de apoyo de todos los frentes porque está en medio de la línea de fuego. Son muchas las fuerzas que en la protección de sus propios intereses buscan disminuirle, presionarle o cuestionarle. Esto puede ser una dinámica perversa que puede lograr efectos indeseados, en particular si al interior del Consejo General del INE no existe compromiso y cohesión para garantizar y hacer valer la institucionalidad de su función y cometido.
Se puede entender que los representantes de las Cámaras y de los partidos privilegien la postura de sus representados. Por ello es bueno que el voto esté limitado a los Consejeros electos por la Cámara de Diputados. Sin embargo, es preciso que al interior del Consejo exista el compromiso y lealtad a la institución, sin importar el partido que les haya promovido o el sentido del voto que les llevó a la responsabilidad que ostentan.
El consejero presidente, Lorenzo Córdova, tiene la credibilidad y la reputación para conducir exitosamente al INE. Su trayectoria profesional y los años en el encargo lo prueban y acreditan. Por lo mismo, deben ser los consejeros, sin desentenderse de su propio criterio, quienes estén comprometidos a apoyarle en los temas fundamentales, en especial, en las controversias que afecten los intereses de los partidos, de los medios o de particulares.
La elección de 2018 será diferente. La competencia se anticipa muy intensa. A ello hay que sumar las reglas que por primera vez se ponen en práctica en una elección presidencial. Lo menos que se puede esperar es un consejo a la altura del inédito desafío.
http://twitter.com/liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Otra de las características del sistema federado estadunidense es la manera como se elige al Presidente; allá hay una modalidad de elección indirecta que consiste en integrar un colegio electoral con 538 votantes con mandato vinculatorio que se eligen por mayoría en los estados, lo que significa que se requieren 270 para ganar la elección, independientemente del ganador en la suma de la votación nacional.
En México hay una autoridad electoral nacional con poderes sobre los órganos electorales locales. La fiscalización, el listado de votantes y el contencioso electoral son centralizados. Los partidos en México también son maquinarias centralizadas y verticales. Esto tiene razones históricas, como es la desconfianza electoral y una convicción, bastante errónea pero lamentablemente generalizada, de actores políticos e instituciones, en el sentido de que es más confiable, seguro y eficaz hacer las cosas desde el centro.
Lo anterior, a contrapelo de que la transición política en México ha significado una descentralización del poder a través de órganos especializados autónomos, así como de una mayor influencia de los partidos y del Congreso en las decisiones públicas. Esto tiene sus ventajas, pero también efectos indeseables cuando la integración de los órganos colegiados, como es el Consejo General del INE o los integrantes del Tribunal Electoral, deben ser votados en el Congreso. Es decir: descentralizamos el poder pero centralizamos las decisiones fundamentales para hacerlo posible u operativo.
En esta lógica, el poder del gobierno en materia electoral se ha reducido de manera considerable, pero eso no significa que se haya descentralizado regionalmente. Incluso los estados también han visto disminuir sus atribuciones. La consecuencia es que lo que el Ejecutivo federal y locales pierden alguien lo gana. La cuestión es a quién debe trasladársele tal poder. En la lógica de la transición, que es la que impera, lo que el PRI-Gobierno pierde debe ganarlo la oposición, esto es, los partidos políticos, y así los órganos electorales administrativos y judiciales fueron integrados por cuotas partidarias como una fórmula para resolver el desencuentro entre el gobierno y la pluralidad.
Pero la suma de parcialidades no construye imparcialidad. Si acaso, un equilibrio muy complejo sobre el que debe transitar la organización de las elecciones y en ocasiones la aplicación de la ley. A esto hay que agregar que el modelo comunicacional bajo el principio de asegurar la equidad en la contienda genera una tensión fuerte entre los medios de comunicación y el órgano electoral.
Sin duda a quien debe transferirse la función de Estado de organizar las elecciones es al órgano electoral. En la medida en que éste se sobreponga al interés de los partidos o de las empresas de comunicación, su actuación será virtuosa, aunque inevitablemente polémica y discutible. En otras palabras, sobre la experiencia exitosa de la elección presidencial de 2000, y no tanto las de 2006 y 2012, el mejor escenario es el de una autoridad electoral fortalecida y acreditada por sus decisiones, no por el apoyo de los partidos o de los medios de comunicación.
El país ha cambiado sustancialmente de 2000 a 2018, casi 20 años plantean un escenario muy diferente. El Presidente, su equipo y el gabinete no tienen el mismo lugar que en el pasado. Sin embargo, la Presidencia de la República no deja de ser considerada como la institución más relevante y representativa del Estado mexicano, lo que significa que es objeto de exigencias de imparcialidad y eficacia, pero no cuenta con los instrumentos para corresponder a parte de la expectativa.
El INE es la institución fundamental no solo en términos administrativos y de organización electoral, también pesa sobre éste la responsabilidad real y simbólica de ser garante de imparcialidad, equidad y legalidad de las mismas autoridades y de los actores de la contienda como son partidos, medios de comunicación y candidatos.
El INE requiere de apoyo de todos los frentes porque está en medio de la línea de fuego. Son muchas las fuerzas que en la protección de sus propios intereses buscan disminuirle, presionarle o cuestionarle. Esto puede ser una dinámica perversa que puede lograr efectos indeseados, en particular si al interior del Consejo General del INE no existe compromiso y cohesión para garantizar y hacer valer la institucionalidad de su función y cometido.
Se puede entender que los representantes de las Cámaras y de los partidos privilegien la postura de sus representados. Por ello es bueno que el voto esté limitado a los Consejeros electos por la Cámara de Diputados. Sin embargo, es preciso que al interior del Consejo exista el compromiso y lealtad a la institución, sin importar el partido que les haya promovido o el sentido del voto que les llevó a la responsabilidad que ostentan.
El consejero presidente, Lorenzo Córdova, tiene la credibilidad y la reputación para conducir exitosamente al INE. Su trayectoria profesional y los años en el encargo lo prueban y acreditan. Por lo mismo, deben ser los consejeros, sin desentenderse de su propio criterio, quienes estén comprometidos a apoyarle en los temas fundamentales, en especial, en las controversias que afecten los intereses de los partidos, de los medios o de particulares.
La elección de 2018 será diferente. La competencia se anticipa muy intensa. A ello hay que sumar las reglas que por primera vez se ponen en práctica en una elección presidencial. Lo menos que se puede esperar es un consejo a la altura del inédito desafío.
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