En seis años, no ha habido un solo secuestro en Santiago Ixcuintla, un municipio de Nayarit habitado por más de 100 mil personas. Han disminuido también sustancialmente los robos. Lo contó Denise Maerker, en su informativo de anteayer por la noche. ¿Cómo se ha logrado esta situación? Pues, los ciudadanos confían en la policía y reportan de inmediato cualquier posible acto delictivo; las denuncias son atendidas por unos agentes que, además, escuchan una estación de radio local en la que se trasmiten en directo las advertencias de los pobladores. Hay también una colaboración muy estrecha entre los diferentes cuerpos policiacos y las autoridades se han puesto de acuerdo para asociarse en un esfuerzo común independientemente de sus militancias partidistas. O sea, que en este país existen algunos lugares donde los mexicanos han sabido sobrepasar sus diferencias y ponerse a trabajar juntos para promover el bien común. Podría ser algo vagamente esperanzador: desafortunadamente, nuestra realidad está marcada por un creciente divisionismo y la muy perniciosa carencia de un auténtico espíritu cívico.
Y es que, en efecto, vivimos en una sociedad desmembrada por los enfrentamientos y la desconfianza. No hay un espíritu de participación colectiva que pueda aglutinar los esfuerzos individuales sino que la tendencia general, cada vez más evidente y visible, es una suerte de sálvese quien pueda donde el primer apremio sería la mera supervivencia y, luego, el máximo aprovechamiento personal de cualquier ventaja o beneficio que le puedas sacar al entorno. No es una casualidad, en este sentido, que las corruptelas y raterías de ciertos politicastros hayan alcanzado cotas de verdadero escándalo: ya no es lucro pasajero u ocasional; es desaforada rapiña.
En México, sobrellevamos la amenaza real de la inseguridad y afrontamos otras muchas plagas: los bajos salarios, la pobreza, la desigualdad y la ausencia de certezas jurídicas. De ahí que el descontento, devenido en verdadera epidemia nacional, se trasmute en un cuestionamiento a las instituciones —y a la misma existencia del sistema democrático— que no admite ya ninguna apreciación positiva sobre nada, ninguna valoración de los logros que hemos alcanzado y ninguna fe en un sistema que, sin molestarnos siquiera en corroborar la irrefutable exactitud de las cifras y los datos, descalificamos de un plumazo.
Pero, no estamos solos en esto ni somos tampoco los únicos: los votantes que suscitaron el brexit pertenecen también a esa subespecie, ya prácticamente mayoritaria (por lo menos para efectos electorales), de los descontentos; y los seguidores de Trump representan, en toda su escalofriante magnitud, la división de una sociedad estadounidense incapaz de encontrar el más mínimo espacio de entendimiento y de zanjar sus diferencias. La consigna es que las posturas sean totalmente irreconciliables. Que quede bien claro.
Las consecuencias sociales de este fenómeno son punto menos que desastrosas. Ya nos ha tocado, aquí, pagar la factura de la falta de acuerdos: como rehenes de los partidos políticos, llevamos decenios enteros de no tomar las decisiones que exige el interés superior de la nación. Enrique Peña ha sido quien, finalmente, ha podido alcanzar acuerdos para que tomaran forma unas reformas estructurales que se hubieran debido pactar desde mucho antes. Por una vez, la oposición dejó de ser una fuerza calculadamente obstruccionista y accedió a celebrar el llamado Pacto por México aunque después, en una especie de acto de profundo arrepentimiento, diera voz a quienes hablaban de “traición” y “entreguismo”, entre otras lindezas.
En los Estados Unidos, los signos anunciadores de una crispación social aún mucho mayor ya están ahí: hasta los más moderados de los jerarcas del Partido Republicano avisan de que se van a oponer al nombramiento de un nuevo juez de la Suprema Corte, sea quien sea, si Hillary Clinton llega a la presidencia. Y, en los mítines de Trump, sus seguidores braman “¡enciérrenla, enciérrenla!”, exigiendo que a la contrincante demócrata la encarcelen. Pero, ¿qué delito ha cometido la mujer? Ninguno. Entonces, ¿por qué debieran ponerla tras las rejas? Por las mentirosas acusaciones de un sujeto vil, manipulador, incendiario y abusivo. Sin embargo, millones de simpatizantes no sólo le creen, sin prueba alguna, sus falsificaciones sino que parecen dispuestos a otorgarle los máximos poderes y atribuciones como presidente de una nación, lo repito, irremisiblemente dividida.
En estos pagos no hemos visto todavía algo parecido. Y cuando Obrador berreó “¡cállate chachalaca!”, al respetable público no le gustó. Pero la desunión y el déficit de ciudadanía, en un país tan castigado por la debilidad del Estado, adquieren formas mucho más dañinas que en los Estados Unidos: ni siquiera podemos tenerle confianza a la policía. O sea, que el modelo de Santiago Ixcuintla no parece que se vaya a repetir en el resto de México.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Y es que, en efecto, vivimos en una sociedad desmembrada por los enfrentamientos y la desconfianza. No hay un espíritu de participación colectiva que pueda aglutinar los esfuerzos individuales sino que la tendencia general, cada vez más evidente y visible, es una suerte de sálvese quien pueda donde el primer apremio sería la mera supervivencia y, luego, el máximo aprovechamiento personal de cualquier ventaja o beneficio que le puedas sacar al entorno. No es una casualidad, en este sentido, que las corruptelas y raterías de ciertos politicastros hayan alcanzado cotas de verdadero escándalo: ya no es lucro pasajero u ocasional; es desaforada rapiña.
En México, sobrellevamos la amenaza real de la inseguridad y afrontamos otras muchas plagas: los bajos salarios, la pobreza, la desigualdad y la ausencia de certezas jurídicas. De ahí que el descontento, devenido en verdadera epidemia nacional, se trasmute en un cuestionamiento a las instituciones —y a la misma existencia del sistema democrático— que no admite ya ninguna apreciación positiva sobre nada, ninguna valoración de los logros que hemos alcanzado y ninguna fe en un sistema que, sin molestarnos siquiera en corroborar la irrefutable exactitud de las cifras y los datos, descalificamos de un plumazo.
Pero, no estamos solos en esto ni somos tampoco los únicos: los votantes que suscitaron el brexit pertenecen también a esa subespecie, ya prácticamente mayoritaria (por lo menos para efectos electorales), de los descontentos; y los seguidores de Trump representan, en toda su escalofriante magnitud, la división de una sociedad estadounidense incapaz de encontrar el más mínimo espacio de entendimiento y de zanjar sus diferencias. La consigna es que las posturas sean totalmente irreconciliables. Que quede bien claro.
Las consecuencias sociales de este fenómeno son punto menos que desastrosas. Ya nos ha tocado, aquí, pagar la factura de la falta de acuerdos: como rehenes de los partidos políticos, llevamos decenios enteros de no tomar las decisiones que exige el interés superior de la nación. Enrique Peña ha sido quien, finalmente, ha podido alcanzar acuerdos para que tomaran forma unas reformas estructurales que se hubieran debido pactar desde mucho antes. Por una vez, la oposición dejó de ser una fuerza calculadamente obstruccionista y accedió a celebrar el llamado Pacto por México aunque después, en una especie de acto de profundo arrepentimiento, diera voz a quienes hablaban de “traición” y “entreguismo”, entre otras lindezas.
En los Estados Unidos, los signos anunciadores de una crispación social aún mucho mayor ya están ahí: hasta los más moderados de los jerarcas del Partido Republicano avisan de que se van a oponer al nombramiento de un nuevo juez de la Suprema Corte, sea quien sea, si Hillary Clinton llega a la presidencia. Y, en los mítines de Trump, sus seguidores braman “¡enciérrenla, enciérrenla!”, exigiendo que a la contrincante demócrata la encarcelen. Pero, ¿qué delito ha cometido la mujer? Ninguno. Entonces, ¿por qué debieran ponerla tras las rejas? Por las mentirosas acusaciones de un sujeto vil, manipulador, incendiario y abusivo. Sin embargo, millones de simpatizantes no sólo le creen, sin prueba alguna, sus falsificaciones sino que parecen dispuestos a otorgarle los máximos poderes y atribuciones como presidente de una nación, lo repito, irremisiblemente dividida.
En estos pagos no hemos visto todavía algo parecido. Y cuando Obrador berreó “¡cállate chachalaca!”, al respetable público no le gustó. Pero la desunión y el déficit de ciudadanía, en un país tan castigado por la debilidad del Estado, adquieren formas mucho más dañinas que en los Estados Unidos: ni siquiera podemos tenerle confianza a la policía. O sea, que el modelo de Santiago Ixcuintla no parece que se vaya a repetir en el resto de México.
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