El periodismo se alimenta de las malas noticias. La propaganda gubernamental, por el contrario, cacarea los logros, reales o deliberadamente ficticios, del régimen de turno. Luego entonces, hay ahí una distancia insalvable entre una cosa y la otra.
A muchos escribidores, miren ustedes, nos acusan de estar al servicio del poder por poco que no nos dediquemos de tiempo completo a lo mismo, a saber, al inmisericorde y feroz denuesto de ciertos gobernantes (según los colores que lleven en la camiseta aunque, hay que decirlo, hoy día el desprestigio de ocupar un cargo público es prácticamente inmediato, seas de izquierdas, de centro o de derechas: ahí lo tenemos a Graco, en Morelos, a quien no para de caerle encima un aluvión de críticas y, en lo que toca a la función presidencial, a Calderón, acusado de todos los males posibles, no le fue mucho mejor que a Enrique Peña).
Obrador, cuando ocupaba el cargo de mandamás de la capital de todos los mexicanos, no fue jamás criticado por unos correligionarios suyos que, enterados de que un par de segundones del Peje se embolsaban cargamentos enteros de billetes o se pagaban viajes para derrochar inexplicables caudales en Las Vegas, se quedaron bien calladitos y decidieron mirar hacia otro lado. Pero, por favor, no hablemos mal del caudillo ahora porque sus simpatizantes serán los más majaderos y violentos a la hora de defenderlo.
El presidente de la República quiere destacar las cosas buenas de su Administración, en vísperas de ese muy extraño informe sobre el estado de la nación que se han visto obligados a presentar los jefes del Ejecutivo desde que nuestros insignes representantes populares decidieran cerrarles el paso al recinto del Congreso (vaya manifestación tan rústica de la independencia de los Poderes, la que padecemos en este país). Es muy entendible su postura pero lo más llamativo, hasta ahora, es el desastroso papel del aparato de comunicación del Gobierno mexicano para explicarnos, con claridad y un mínimo de sensatez, que los beneficios de las reformas estructurales no eran inmediatos, que el presidente Peña no tuvo absolutamente nada que ver en la desaparición de los 43, que todas las monedas de los países en desarrollo han bajado con respecto al dólar o que la incontrolable caída de los precios del petróleo ha sido un golpe muy duro para las finanzas públicas. Frente a una implacable jauría de periodistas y para afrontar el resentimiento de los ciudadanos, la propaganda oficial hubiera debido ser mucho más eficaz. No lo fue, y entonces…
revueltas@mac.com
A muchos escribidores, miren ustedes, nos acusan de estar al servicio del poder por poco que no nos dediquemos de tiempo completo a lo mismo, a saber, al inmisericorde y feroz denuesto de ciertos gobernantes (según los colores que lleven en la camiseta aunque, hay que decirlo, hoy día el desprestigio de ocupar un cargo público es prácticamente inmediato, seas de izquierdas, de centro o de derechas: ahí lo tenemos a Graco, en Morelos, a quien no para de caerle encima un aluvión de críticas y, en lo que toca a la función presidencial, a Calderón, acusado de todos los males posibles, no le fue mucho mejor que a Enrique Peña).
Obrador, cuando ocupaba el cargo de mandamás de la capital de todos los mexicanos, no fue jamás criticado por unos correligionarios suyos que, enterados de que un par de segundones del Peje se embolsaban cargamentos enteros de billetes o se pagaban viajes para derrochar inexplicables caudales en Las Vegas, se quedaron bien calladitos y decidieron mirar hacia otro lado. Pero, por favor, no hablemos mal del caudillo ahora porque sus simpatizantes serán los más majaderos y violentos a la hora de defenderlo.
El presidente de la República quiere destacar las cosas buenas de su Administración, en vísperas de ese muy extraño informe sobre el estado de la nación que se han visto obligados a presentar los jefes del Ejecutivo desde que nuestros insignes representantes populares decidieran cerrarles el paso al recinto del Congreso (vaya manifestación tan rústica de la independencia de los Poderes, la que padecemos en este país). Es muy entendible su postura pero lo más llamativo, hasta ahora, es el desastroso papel del aparato de comunicación del Gobierno mexicano para explicarnos, con claridad y un mínimo de sensatez, que los beneficios de las reformas estructurales no eran inmediatos, que el presidente Peña no tuvo absolutamente nada que ver en la desaparición de los 43, que todas las monedas de los países en desarrollo han bajado con respecto al dólar o que la incontrolable caída de los precios del petróleo ha sido un golpe muy duro para las finanzas públicas. Frente a una implacable jauría de periodistas y para afrontar el resentimiento de los ciudadanos, la propaganda oficial hubiera debido ser mucho más eficaz. No lo fue, y entonces…
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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