A ver, esos refugiados sirios o afganos o iraquíes, de confesión islámica, ¿deben forzosamente afincarse en Europa, digamos, en Francia, país predominantemente católico, tutelado por un Estado laico, poblado de centenares de miles de impíos ateos y regido por costumbres que facultan a los ciudadanos, entre otras muchas prerrogativas disfrutables en las naciones modernas, a profesar la religión que les venga en gana y, a las ciudadanas, a andar jubilosamente por la calle ataviadas de una provocativa minifalda y, desde luego, a no tener que cubrirse la testa con un velo? ¿Por qué diablos quieren emigrar a un país de parecidas costumbres y por qué demonios aspiran no sólo a establecerse allí sino a imponer sus usos a los demás o, por lo menos, a perpetuar, en un territorio desaforadamente occidental, las siniestras rutinas medievales que se aplican en Musulmania? ¿No sería mucho más entendible y lógico y razonable y acertado que desearan habitar, entre otros posibles destinos, los Emiratos Árabes Unidos —o sea, Abu Dabi, Ajmán, Dubái, Fuyaira, Ras al-Jaima, Sarja y Um al-Qaywayn— o, más al sureste, Omán o, hacia el norte, Kuwait o, inclusive, esa Arabia Saudí en la cual se preservan escrupulosamente los preceptos dictados por el profeta Mahoma? Ahí está igualmente Indonesia, el país con más musulmanes del planeta. Y también podrían solicitar amablemente a las autoridades de Pakistán que les otorgaran certificados de nacionalidad y los correspondientes pasaportes. Pues no, señoras y señores, luego de afrontar las indecibles durezas de los tiranuelos de turno —entre ellos, el mentado Bashar al-Áasad, carnicero de pavorosas derivaciones a pesar de que tiene una cara de que no mata ni una mosca— o de unos mandamases (democráticamente) elegidos pero colosalmente ineptos y corruptos como los que capitanean en Libia, Iraq y Afganistán, los sufridos pobladores de las antedichas comarcas desean, con todo su corazón, rezar en las mezquitas de Copenhague, de Bruselas, de Lyon, de Oslo, de Múnich o, ya en plan menos ambicioso, de Atenas o de Bucarest. Me viene a la mente que Occidente, a pesar de todo, es el lugar más habitable de la Tierra. Por cierto, ¿por qué no quieren venir aquí?
revueltas@mac.com
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
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