El PRI que le toca dirigir a Enrique Ochoa

El PRI que le toca dirigir a Enrique Ochoa

Los retos del PRI son un desafío mayor. La prioridad de ahora, como todo partido en la democracia electoral, es ganar votos como vía para mantenerse en el poder. La dificultad del PRI es doble, por un parte, debe revertir una vieja inercia en su interior de rechazo a transformarse; por la otra, superar un entorno adverso para todo partido gobernante. Como quiera que sea y a pesar de sus no pocos impugnadores, el PRI ha sido, para bien o para mal, la institución política más relevante en la construcción del México moderno. Un proceso de casi nueve décadas.

En el ámbito internacional, no son muchos los precedentes de partidos que hayan transitado con éxito por un cambio tan abrupto de la política y la sociedad. En ese periodo el mundo ha vivido totalitarismos, guerras y polarización ideológica. También México se ha transformado profundamente en todos los sentidos. No sin dificultades el PRI ha podido adaptarse; el reto mayor ha sido ser competitivo y mantenerse vigente en un entorno democrático, con alternancia en el poder y en el marco de un escrutinio mediático riguroso.

Un desafío a la imaginación es la transformación urgente del PRI. Luis Donaldo Colosio, ya como candidato presidencial, dijo en aquel memorable mensaje de aniversario del PRI a semanas de su asesinato, que los partidos con vocación democrática no pueden hacer de la historia mandato. Acertaba en el contexto de aquellos que se resistían a la democracia bajo el temor infundado de que el acceso de la oposición al poder representaba comprometer al país y al proyecto revolucionario. Por increíble y vergonzoso que hoy pudiera parecer, algunos invocaban “el fraude patriótico” como respuesta a la competencia electoral, y no era un simple recurso retórico, era la convicción de una clase política que hacía de la revolución causa y origen de legitimidad. Colosio, en cambio, sostenía con razón que en una democracia solo el voto es el origen del mandato y este principio es el cambio más significativo del PRI en su tránsito al México de la transición.

En las últimas décadas, el PRI ha vivido dos intentos de cambio: el que sucedió posterior a la elección de 1988, cuando la fragmentación dio lugar a un resultado electoral comprometido, y en 1998, cuando resolvió seleccionar candidatos por consulta a la base. En el primero, con Colosio, el acento se dio en la organización electoral, en remitir la fuerza de las organizaciones y de la estructura sectorial a la acreditación de membresía en el territorio. En el segundo, el de 1998, desde la Presidencia se impulsó la democracia interna: Chihuahua y Coahuila fueron dos procesos iniciales exitosos de democracia interna, los que posteriormente llevaron al PRI a una elección primaria para seleccionar al candidato presidencial a finales de 1999.

Injustamente, la democracia interna del PRI quedó cuestionada por el resultado en la elección presidencial de 2000. Ganó el PAN con Vicente Fox. Muchos en el PRI, incluso el candidato perdedor, hicieron de la elección democrática interna razón de la derrota. Lo cierto es que la consulta a la base le dio al candidato la legitimidad de una elección ejemplar por su participación, más de 10 millones de votantes, y por el orden en su implementación. Un logro espléndido del PRI y de su entonces dirigente, José Antonio González Fernández, inexplicable y absurdamente relevado de la dirigencia al momento de la campaña.

La derrota de 2000 debió llevar al PRI a una transformación profunda. No ocurrió así. Los intereses del poder territorial y el temor al presidente Fox condujeron a los priistas a una postura defensiva. Entre el miedo de los que perdieron y la impericia impaciente de los que ganaron, prevaleció lo primero. La evocación a la estabilidad se impuso sobre el del cambio. “Cacahuates por lingotes de oro” dijera el contralor Francisco Barrio, a manera de aludir a la negociación entre Santiago Creel, secretario de Gobernación del nuevo gobierno, y la cúpula del PRI. Acuerdo, por cierto, que desdichadamente frenó la inercia transformadora que debió haber acompañado a la transición.

Durante la dirigencia de Roberto Madrazo, varios gobernadores intentaron disputarle la candidatura presidencial. Las debilidades del proyecto de los gobernadores priistas malograron el objetivo de evitar la candidatura. Las elecciones de 2006, con Madrazo al frente, produjeron el resultado más adverso de la historia del PRI; solo pudo prevalecer en unos cuantos de los 300 distritos y pasó a ser la tercera fuerza política, abajo del PRD y por supuesto del PAN. A pesar de aquella humillante derrota, el PRI tampoco se dio la oportunidad de cambiar. El poder se centró en su importante representación legislativa y en su presencia en el poder estatal y municipal. Esto y la poderosa inercia social crítica al PAN, partido gobernante, en 2012 hizo regresar al PRI a Los Pinos.

El PRI ganó con una ventaja convincente en 2012. Lo urgente para el país era la transformación frustrada por la situación de poder dividido que provocó la pérdida de mayoría legislativa desde 1997. Desde ese entonces, los cambios se frenaron a pesar de que en las décadas anteriores el país había vivido un acelerado proceso de reforma institucional con mayoría legislativa del PRI. El inevitable efecto de este largo ciclo sin reformas (1997-2012) fue que la democracia y el poder dividido sufrieran un severo descrédito; la oposición parlamentaria, incluso la del PRI, frenó muchas reformas sustantivas.

Ya en 2012, la oposición y el PRI hicieron mucho a través del Pacto por México. Institucionalmente el país cambió de manera relevante. Pero la negociación y los acuerdos se limitaron a las cúpulas políticas. Por eso las reformas no ganaron ascendiente en la base social, incluso las resistencias y las dudas llegaron a la misma sociedad, a pesar de las virtudes de los cambios.

El PRI de Enrique Ochoa ahora se reencuentra con el espectro del resultado adverso. Los cambios pospuestos cobran factura y en el ciclo electoral se dificulta una transformación profunda a pesar de su necesidad. Se entrevera la estrategia y táctica electoral con las urgencias del cambio y esto significa, irremediablemente, que la unidad adquiera la mayor prioridad. Es deseable y necesario que la renovación de su dirigencia, al mismo tiempo que mantenga los equilibrios internos, también dé curso a las necesidades más elementales de un inaplazable cambio. Tarea de transformación que, por cierto, inexcusablemente también convoca a los gobiernos locales y federal, de otra forma, nada de lo que haga el PRI sería eficaz para lograr su misión.

http://twitter.com/liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor. 

Comentarios