Para engatusar eficazmente a las masas, los populistas tienen una muy buena fórmula: ofrecer soluciones simples para problemas complejos. Responden así a las oscuras inquietudes de una clientela que no reconoce siquiera cuán perturbada se encuentra en un entorno de globalización, caracterizado por cambios amenazadores y desafiantes transformaciones, pero que mitiga su profunda angustia aferrándose a recetas rudimentarias y promesas fantasiosas.
El caudillo populista, de izquierdas o derechas, detecta instintivamente los sentimientos de aquellos individuos que, movidos irremediablemente por el pensamiento supersticioso, entremezclan teorías conspiratorias, predicciones catastrofistas y futuros apocalípticos. Un universo en el que los matices, las medias tintas, la racionalidad y la prudencia no tienen cabida. Luego, habiendo sopesado astutamente la dimensión del miedo de sus fieles (porque de eso estamos hablando, del temor y, desde luego, del resentimiento que genera porque la primera respuesta a una amenaza es buscar a un culpable), el cabecilla señala, en efecto, al gran sospechoso: en esta categoría entran desde los “ricos y los poderosos” hasta los extranjeros, los inmigrantes ilegales, los militantes del partido de enfrente, los imperialistas o los liberales, según sea quien esté lanzando las proclamas: Obrador, Trump, Marine Le Pen, Nicolás Maduro o Cristina Fernández de Kirchner.
Naturalmente, el caldo de cultivo del extremismo es la insatisfacción y por ello mismo los populistas agitadores sueltan sentencias lo suficientemente tremendistas como para que el sujeto rencoroso encuentre rápidamente su válvula de escape: el “México se está cayendo a pedazos” que vomitan nuestros quejicas no se diferencia demasiado del “Estados Unidos está desgarrado” que profieren los fanáticos seguidores del rudo machote neoyorkino y, en ambos casos, la mágica solución de las cosas la tienen esos personajes con nombre y apellido, auténticas figuras providenciales, que ofrecen inmediato consuelo a los descontentos. Y lo peor, señoras y señores, es que su apuesta, en espera de que sean ellos quienes manden, es la hecatombe. Que “se hunda Pemex, yo lo rescataré”. Que los terroristas ataquen el aeropuerto de Dallas en vez del de Bruselas. ¡Ay, mamá!
revueltas@mac.com
El caudillo populista, de izquierdas o derechas, detecta instintivamente los sentimientos de aquellos individuos que, movidos irremediablemente por el pensamiento supersticioso, entremezclan teorías conspiratorias, predicciones catastrofistas y futuros apocalípticos. Un universo en el que los matices, las medias tintas, la racionalidad y la prudencia no tienen cabida. Luego, habiendo sopesado astutamente la dimensión del miedo de sus fieles (porque de eso estamos hablando, del temor y, desde luego, del resentimiento que genera porque la primera respuesta a una amenaza es buscar a un culpable), el cabecilla señala, en efecto, al gran sospechoso: en esta categoría entran desde los “ricos y los poderosos” hasta los extranjeros, los inmigrantes ilegales, los militantes del partido de enfrente, los imperialistas o los liberales, según sea quien esté lanzando las proclamas: Obrador, Trump, Marine Le Pen, Nicolás Maduro o Cristina Fernández de Kirchner.
Naturalmente, el caldo de cultivo del extremismo es la insatisfacción y por ello mismo los populistas agitadores sueltan sentencias lo suficientemente tremendistas como para que el sujeto rencoroso encuentre rápidamente su válvula de escape: el “México se está cayendo a pedazos” que vomitan nuestros quejicas no se diferencia demasiado del “Estados Unidos está desgarrado” que profieren los fanáticos seguidores del rudo machote neoyorkino y, en ambos casos, la mágica solución de las cosas la tienen esos personajes con nombre y apellido, auténticas figuras providenciales, que ofrecen inmediato consuelo a los descontentos. Y lo peor, señoras y señores, es que su apuesta, en espera de que sean ellos quienes manden, es la hecatombe. Que “se hunda Pemex, yo lo rescataré”. Que los terroristas ataquen el aeropuerto de Dallas en vez del de Bruselas. ¡Ay, mamá!
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario