Donald Trump es un peligro. Un peligro grave, de hecho, y no sólo por las probabilidades —que cada vez se incrementan más— de que se convierta en el candidato del Partido Republicano y, eventualmente, en el próximo presidente de Estados Unidos.
Trump es un peligro, por el daño que ha causado a la relación bilateral entre México y Estados Unidos, que incluso llevó a Joe Biden a pedir una disculpa; Trump es un peligro, por la forma en que sus prejuicios han permeado en la población norteamericana y que han generado que surja de nuevo el odio racial en un país que hoy tiene, todavía, al primer presidente negro de su historia; Trump es un peligro, también, por el efecto que ha tenido en el resto de los candidatos republicanos, que han endurecido sus posturas para poder seguirlo en su discurso enloquecido.
El daño ya está hecho. La mera presencia de Trump en el proceso electoral, sus gritos desaforados, sus expresiones de odio y la burla a quienes no comparten su punto de vista han contaminado el proceso electoral entero y descompuesto a la sociedad estadunidense. La perspectiva de los estadunidenses sobre puntos medulares ha cambiado en unos cuantos meses, y las opiniones se han polarizado, incrementando el encono y la división en una sociedad que anhela una grandeza americana que, cuando existió, estuvo basada en la industria y no en el consumo y la especulación. Es ahí donde comienzan las falacias de Trump, al prometer una prosperidad basada en un modelo social que no comprende: el sueño americano jamás habría podido ser realidad sin el empeño de los migrantes que nutrieron y poblaron un territorio que no les pertenecía. Por eso no entiende: quien representa —mejor que nadie— los vicios de una sociedad decadente no puede sentir empatía con quienes significan —también mejor que nadie— sus virtudes fundacionales.
Ahora discutimos sobre muros fronterizos y sobre quién pagará las facturas. Al debate iniciado por Trump se han sumado, en días recientes, tres de nuestras figuras más relevantes a nivel internacional: nada menos que dos expresidentes de la República y nuestra canciller en funciones han saltado a la palestra para opinar sobre quien ha sido equiparado con Hitler, por nuestros exmandatarios, y calificado como “ignorante y racista” por la titular de Relaciones Exteriores.
Trump responderá —sin duda— y el debate continuará, toda vez que en México se ha recogido el guante arrojado por el magnate. El problema es, sin embargo, grave, y el reto formidable en términos de comunicación y estrategia: para servir a los intereses nacionales es preciso salir de los vituperios y lograr un diálogo fructífero que sirva de base a una relación próspera entre los dos países en el futuro.
Poco se logrará, sin embargo, si llevamos el debate al terreno de los adjetivos: si nos seguimos rebajando a las comparaciones con personajes históricos o nos reducimos a los denuestos. Menos, aún, si los discursos encendidos llegaran a desatar el encono en contra de los mexicanos en el exterior: en los intereses nacionales tendría que estar en un lugar primordial evitar una agresión a Trump por parte de algún connacional. Trump es un peligro, para su nación, para la nuestra y para el resto del mundo: ante una amenaza así la respuesta debería de ser inteligente y coordinada, enfocada a reducir el riesgo y no tan sólo al lucimiento de quienes, en su momento, no hicieron uso de estrategias mucho más limpias. Necesitamos liderazgo para enfrentar el peligro que Donald Trump representa para nuestra patria: ¿qué tal si, por fin, tomara cartas en el asunto el gobierno federal?
Trump es un peligro, por el daño que ha causado a la relación bilateral entre México y Estados Unidos, que incluso llevó a Joe Biden a pedir una disculpa; Trump es un peligro, por la forma en que sus prejuicios han permeado en la población norteamericana y que han generado que surja de nuevo el odio racial en un país que hoy tiene, todavía, al primer presidente negro de su historia; Trump es un peligro, también, por el efecto que ha tenido en el resto de los candidatos republicanos, que han endurecido sus posturas para poder seguirlo en su discurso enloquecido.
El daño ya está hecho. La mera presencia de Trump en el proceso electoral, sus gritos desaforados, sus expresiones de odio y la burla a quienes no comparten su punto de vista han contaminado el proceso electoral entero y descompuesto a la sociedad estadunidense. La perspectiva de los estadunidenses sobre puntos medulares ha cambiado en unos cuantos meses, y las opiniones se han polarizado, incrementando el encono y la división en una sociedad que anhela una grandeza americana que, cuando existió, estuvo basada en la industria y no en el consumo y la especulación. Es ahí donde comienzan las falacias de Trump, al prometer una prosperidad basada en un modelo social que no comprende: el sueño americano jamás habría podido ser realidad sin el empeño de los migrantes que nutrieron y poblaron un territorio que no les pertenecía. Por eso no entiende: quien representa —mejor que nadie— los vicios de una sociedad decadente no puede sentir empatía con quienes significan —también mejor que nadie— sus virtudes fundacionales.
Ahora discutimos sobre muros fronterizos y sobre quién pagará las facturas. Al debate iniciado por Trump se han sumado, en días recientes, tres de nuestras figuras más relevantes a nivel internacional: nada menos que dos expresidentes de la República y nuestra canciller en funciones han saltado a la palestra para opinar sobre quien ha sido equiparado con Hitler, por nuestros exmandatarios, y calificado como “ignorante y racista” por la titular de Relaciones Exteriores.
Trump responderá —sin duda— y el debate continuará, toda vez que en México se ha recogido el guante arrojado por el magnate. El problema es, sin embargo, grave, y el reto formidable en términos de comunicación y estrategia: para servir a los intereses nacionales es preciso salir de los vituperios y lograr un diálogo fructífero que sirva de base a una relación próspera entre los dos países en el futuro.
Poco se logrará, sin embargo, si llevamos el debate al terreno de los adjetivos: si nos seguimos rebajando a las comparaciones con personajes históricos o nos reducimos a los denuestos. Menos, aún, si los discursos encendidos llegaran a desatar el encono en contra de los mexicanos en el exterior: en los intereses nacionales tendría que estar en un lugar primordial evitar una agresión a Trump por parte de algún connacional. Trump es un peligro, para su nación, para la nuestra y para el resto del mundo: ante una amenaza así la respuesta debería de ser inteligente y coordinada, enfocada a reducir el riesgo y no tan sólo al lucimiento de quienes, en su momento, no hicieron uso de estrategias mucho más limpias. Necesitamos liderazgo para enfrentar el peligro que Donald Trump representa para nuestra patria: ¿qué tal si, por fin, tomara cartas en el asunto el gobierno federal?
Comentarios
Publicar un comentario
Hacer un Comentario