To the usual suspects.
Hay temas demasiado serios como para perder el tiempo con inocentadas. Y es que 2015 fue, sin duda, el año en el que la miseria humana se hizo presente como pocas veces. Desde la inenarrable tragedia de los refugiados sirios hasta los espantosos atentados en París, sin olvidar el drama de los tiroteos en las escuelas estadunidenses, las matanzas en Nigeria, los infames videos de las tropelías de Daesh o, por supuesto, los 43 hogares que siguen esperando una explicación que no llegará en tanto los intereses políticos sigan teniendo la misma y perversa prelación sobre la justicia como hasta ahora.
Es, en realidad, odio puro. Guerra de contrarios llevada al extremo, donde no puede haber una convivencia civilizada. Blanco contra negro, razón contra emociones, civilización contra barbarie. Ocurrió en las Torres Gemelas, cuando todavía pensábamos —ingenuos— que los ataques se dirigían en contra de la política exterior de un país en específico, pero la sucesión de ataques en Londres, en Madrid, en París, nos confirmaron que la ofensiva es, en realidad, en contra de nuestro estilo de vida. Ellos contra nosotros, que no al revés: el mundo occidental tiende la mano y los salvajes desenvainan la cimitarra. Los países europeos reciben a los refugiados, pero también resienten las amenazas; organizan las ayudas, pero también preparan a los escuadrones antibombas.
París es el ejemplo perfecto. La ciudad emblemática de nuestra civilización, que representa como ninguna los esfuerzos y desventuras de una sociedad que ha tenido que observar en demasiadas ocasiones cómo sus ríos se tiñen de sangre. Una ciudad que piensa, que ríe, que sabe disfrutar de la vida lo mismo en los cafetines de la calle que en los salones de sus múltiples palacetes, que recibe y acoge —incluso en el muy peculiar modo de ser de los parisinos— a quienes la visitan con el gusto y la devoción —pocas veces consciente— de quien acude a la fuente de su propia forma de ser. Las normas que hoy nos rigen —desde el sistema métrico hasta nuestros códigos civiles— tienen su origen en la ciudad que, quienes nos odian, hoy pretenden clausurar: contra la libertad de las terrazas, las balas de los extremistas; contra la igualdad de los museos, las amenazas de bomba. Contra la fraternidad de una nación entera, la duda malintencionada sobre la lealtad de sus integrantes. Lo que los fanáticos anhelan es que dejemos todo aquello que nos convierte en lo que somos, que renunciemos a lo que hace que nos sintamos vivos y hemos conseguido con tanto sufrimiento: para ellos, la felicidad ajena no tiene sentido si no es a su manera. Como el amante despechado que no entiende que el objeto de su obsesión sea feliz con otro, y se dedica a destrozarle la vida; como el niño que no entiende que el mundo no es como él quisiera y trata de cambiarlo con un berrinche de proporciones épicas. El extremista no está dispuesto a entender, sino a reventar; no está dispuesto a dialogar, sino a elevar la apuesta; no está dispuesto a ceder, sino a forzar las decisiones que sólo lo benefician porque le elevan el ego. El extremista es quien no entiende que sus causas están perdidas, precisamente, por la obcecación de sus medios.
El extremista no está tan sólo en París, y no sólo es islámico. El extremista está también en México, entre nosotros, en el político que no duda en buscar por enésima vez la Presidencia, en el empresario que consigue contratos a como dé lugar, en el marido que abusa emocionalmente por décadas de su mujer, en el líder que da una cara en público y otra en privado. El extremista es un miserable al pretender someter la felicidad ajena al propio egoísmo.
Los extremistas sólo triunfan en las sociedades dispuestas a aceptar el chantaje. Ojalá que las cosas cambien el próximo año. Feliz 2016.
Es, en realidad, odio puro. Guerra de contrarios llevada al extremo, donde no puede haber una convivencia civilizada. Blanco contra negro, razón contra emociones, civilización contra barbarie. Ocurrió en las Torres Gemelas, cuando todavía pensábamos —ingenuos— que los ataques se dirigían en contra de la política exterior de un país en específico, pero la sucesión de ataques en Londres, en Madrid, en París, nos confirmaron que la ofensiva es, en realidad, en contra de nuestro estilo de vida. Ellos contra nosotros, que no al revés: el mundo occidental tiende la mano y los salvajes desenvainan la cimitarra. Los países europeos reciben a los refugiados, pero también resienten las amenazas; organizan las ayudas, pero también preparan a los escuadrones antibombas.
París es el ejemplo perfecto. La ciudad emblemática de nuestra civilización, que representa como ninguna los esfuerzos y desventuras de una sociedad que ha tenido que observar en demasiadas ocasiones cómo sus ríos se tiñen de sangre. Una ciudad que piensa, que ríe, que sabe disfrutar de la vida lo mismo en los cafetines de la calle que en los salones de sus múltiples palacetes, que recibe y acoge —incluso en el muy peculiar modo de ser de los parisinos— a quienes la visitan con el gusto y la devoción —pocas veces consciente— de quien acude a la fuente de su propia forma de ser. Las normas que hoy nos rigen —desde el sistema métrico hasta nuestros códigos civiles— tienen su origen en la ciudad que, quienes nos odian, hoy pretenden clausurar: contra la libertad de las terrazas, las balas de los extremistas; contra la igualdad de los museos, las amenazas de bomba. Contra la fraternidad de una nación entera, la duda malintencionada sobre la lealtad de sus integrantes. Lo que los fanáticos anhelan es que dejemos todo aquello que nos convierte en lo que somos, que renunciemos a lo que hace que nos sintamos vivos y hemos conseguido con tanto sufrimiento: para ellos, la felicidad ajena no tiene sentido si no es a su manera. Como el amante despechado que no entiende que el objeto de su obsesión sea feliz con otro, y se dedica a destrozarle la vida; como el niño que no entiende que el mundo no es como él quisiera y trata de cambiarlo con un berrinche de proporciones épicas. El extremista no está dispuesto a entender, sino a reventar; no está dispuesto a dialogar, sino a elevar la apuesta; no está dispuesto a ceder, sino a forzar las decisiones que sólo lo benefician porque le elevan el ego. El extremista es quien no entiende que sus causas están perdidas, precisamente, por la obcecación de sus medios.
El extremista no está tan sólo en París, y no sólo es islámico. El extremista está también en México, entre nosotros, en el político que no duda en buscar por enésima vez la Presidencia, en el empresario que consigue contratos a como dé lugar, en el marido que abusa emocionalmente por décadas de su mujer, en el líder que da una cara en público y otra en privado. El extremista es un miserable al pretender someter la felicidad ajena al propio egoísmo.
Los extremistas sólo triunfan en las sociedades dispuestas a aceptar el chantaje. Ojalá que las cosas cambien el próximo año. Feliz 2016.
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