En vísperas del Tercer Informe

En vísperas del Tercer Informe
Sólo quien se encuentra en vísperas de enviar, al Congreso de la Unión, su Tercer Informe de Gobierno, sabe lo que significa la soledad del poder. De los mítines multitudinarios a las inauguraciones a puerta cerrada, de los discursos triunfalistas a las disculpas que, se sabe, nadie tomará en serio. De los grandes proyectos a la realidad de las variables inesperadas, de la sucesión planificada a los planes emergentes.

El Tercer Informe marca, como ningún otro, el principio del cierre de la administración. Por muchas razones: la legislatura que inicia, por ejemplo, tendrá integrantes cuyas agendas y prioridades serán muy distintas a las de sus predecesores, lo que marcará un tono —también muy distinto— en el diálogo con el Ejecutivo. La ciudadanía, por su parte, ha perdido la confianza después de un escándalo de corrupción tras otro, amén de que los datos duros en cuanto al comportamiento de la economía y los índices de inseguridad no contribuyen a recuperarla. La economía mundial se enfrenta a la incertidumbre, y nuestro sistema financiero navega como barco de papel en aguas turbulentas que ponen en riesgo a navíos de calado mucho mayor. El balance del año que termina es triste, pero lo es aún más la perspectiva del que inicia.

El Tercer Informe es, en cierto sentido, el comienzo de la preparación del sexto: a estas alturas es posible saber, con suficiente realismo, qué de lo planeado se podrá ejecutar y de qué manera. Es momento, también, de comenzar a vislumbrar las probabilidades de quienes podrían competir con éxito en la siguiente elección presidencial: los cambios ocurridos en las últimas semanas, que comenzaron con la designación del nuevo presidente del PRI y culminaron con los nuevos titulares de cartera, nombrados en días pasados, obedecen sin duda a una mezcla de prioridades que gravitan entre la capacidad de ejecución y la posibilidad de sucesión.

De esta manera se ha entendido, y comienzan a barajarse los nombres: los que siempre han estado, el joven en ascenso, la heredera de una dinastía. El secretario que podría ser independiente, el político de abolengo, el gobernador exitoso. Nombres que, sin embargo, siempre estarán ligados a la suerte de quien ahora los designa: la legitimidad de cualquiera que represente al PRI se verá sometida al juicio que la ciudadanía realice sobre esta administración. El mismo escenario que, guardadas las circunstancias, tuvo que enfrentar la candidata del PAN en la elección pasada: era imposible ganar enfrentándose a su jefe y, en consecuencia, a su partido, pero también lo era ganar sin hacerlo. Más allá de pleitos intestinos, la campaña fue dando tumbos alrededor de un mensaje que nunca supo definirse y que terminó por acentuar unas divisiones que hasta hoy no han podido superarse.

Así, el PRI podrá tener una batería impresionante de personajes con capacidad de ejecución y posibilidades de sucesión, pero de poco servirán si no son capaces de articular un mensaje que los aleje, desde ahora, de esta administración. O de la primera mitad de esta administración, para ser más precisos, que ha dado suficientes ejemplos —al menos— de desaseo en las formas: el reclamo popular ha sido más que claro en el repudio a la corrupción y la necesidad urgente de un Estado de derecho y, sin duda, se convertirá en un tema central en las próximas elecciones.

El futuro candidato del PRI no puede eximirse del debate sobre la corrupción y el Estado de derecho, tema en el que sus líneas discursivas se encuentran, hoy, agotadas. Esa debería de ser la principal preocupación de un gobierno que, de no tomar acciones concretas, podría estar, dentro de tres años, en vísperas de entregar la banda presidencial a la oposición.