El desprecio a la democracia

El desprecio a la democracia
 
 
 
 
 
 
El problema con la historia es que intervienen demasiadas personas: Nick Hornby

Lamentables los hechos del martes en Acapulco, donde un grupo de manifestantes de la Ceteg confrontó, una vez más, a las fuerzas del orden. El fallecimiento de un maestro jubilado, Claudio Castillo Peña, y el saldo de más de 20 heridos y poco más de un centenar de detenidos son eslabones de una preocupante cadena de hechos. No cabe la ingenuidad, tampoco la complacencia. Es evidente que la demanda gremial o de grupo es pretexto para provocar a las autoridades. El radicalismo de este grupo excede los principios y reglas básicas de la democracia; queda claro que su propósito es usar la protesta como medio para generar una crisis mayor que, según su expectativa, sería el preámbulo de un cambio radical.

La transformación de fondo y aun el cambio radical son pretensiones legítimas en toda democracia, y la esencia de ésta es la tolerancia hacia todos, incluso hacia los que tienen pensamiento diferente o radical. El límite no lo determinan las ideas, el proyecto o la propuesta, sino los medios utilizados. En la democracia hay espacio hasta para quienes asumen o creen que el régimen electoral no asegura las condiciones para impulsar su proyecto. Aunque es lamentable, en la política mexicana, ahora, algunos se dan la gravísima licencia hasta de agraviar al árbitro, como está ocurriendo en el seno del INE, pero lo que es inaceptable es el uso de la fuerza, la intimidación, el quebranto de la ley y el abuso hacia la población como medio de lucha.

Al amparo del sentimiento de agravio de unos y de culpa de otros, que acompaña a la tragedia de los 43 estudiantes normalistas en Iguala, el radicalismo político ha encontrado en Guerrero escenarios para una actuación política de abuso, exceso y provocación. Alrededor de él, hay una sociedad expectante, complaciente, quizás por una culpa imaginaria o por la falsa idea de que lo que acontece en esas latitudes es distante y, por lo mismo, ajeno al interés propio.

El daño que este movimiento ha ocasionado a Guerrero y, particularmente, a Acapulco es inconmensurable, y ello no es algo que deje de importar a los radicales; al contrario, les interesa porque consideran que es una forma de generalizar la indignación y provocar mayor descomposición, lo que precisamente es su apuesta. Es por ello que la licencia y el relevo en el Ejecutivo local poco o nada han resuelto. Estamos frente a una clara conducta antisocial que busca la confrontación y convierte la actuación de las autoridades del orden en argumento y evidencia para engañar a quienes siguen su causa. Todo un problema el que se enfrenta: un grupo pequeño de radicales, un grupo considerable de seguidores que aceptan ser engañados, una sociedad complaciente y unas autoridades arrinconadas.

La verdad se mide por los intereses. Para el grupo radical, el profesor Castillo Peña fue asesinado por la Policía Federal. De poco sirve que los especialistas forenses concluyan que la muerte no sobrevino por golpes, sino por una lesión grave, lo que apunta a que el mentor jubilado fue atropellado por el mismo vehículo que los líderes robaron días antes del enfrentamiento y que fue utilizado para intentar romper el retén de seguridad que impedía el acceso de los manifestantes al aeropuerto de la ciudad.

La impunidad que los radicales denuncian empieza con ellos. En otras circunstancias, la ruptura del orden, el daño patrimonial a terceros, la interrupción de la vialidad, los daños a las vías de comunicación, el asalto a las casetas de peaje y otras acciones más serían objeto de sanción.

Los representantes de la Ceteg y grupos afines han manifestado que están resueltos a impedir el desarrollo normal de las elecciones; los mismos padres de los estudiantes desaparecidos se han sumado a la exigencia. Consecuentes con el radicalismo autoritario que les caracteriza, no ven en el proceso electoral una vía para que ellos y la sociedad puedan expresar su posición y no conciben la competencia electoral como un medio para hacer realidad el cambio de gobierno que resulte en una oportunidad para mejorar su situación gremial o incluso de avanzar en su programa o postura ideológica. Para ellos, 10 opciones o una candidatura independiente son insuficientes y, más que eso, irrelevantes. No creen en la democracia y tampoco en sus resultados ni en la legitimidad que se deriva de su ejercicio. Buscan y trabajan para deslegitimar y reducir a las autoridades.

Pero, insisto, en este caso, lo de menos son las creencias, las ideologías o los proyectos políticos de los radicales que abusan de las libertades y lucran con el dolor en medio de la complacencia. Precisamente, esa es la razón de la democracia; es la fórmula más razonable y civilizada para conducir la competencia por el poder. Ni la calle ni la violencia son los caminos para el cambio político; estos recursos provocan justamente lo contrario, la regresión autoritaria.

¿Qué hacer frente a tal circunstancia? Por lo pronto es imprescindible romper con la pasividad mayoritaria que ubica a la sociedad como simple espectadora de una descomposición creciente. El “hasta aquí” debe provenir de la misma sociedad y una vía conveniente es lograr un acuerdo amplio, no solo de la política formal, sino de la sociedad organizada, que defina, en un marco consensuado y de corresponsabilidad, el trato que debe darse a los radicales.

El uso de la fuerza no puede banalizarse ni volverse estigma del ejercicio de la autoridad. No se trata de ceder a la provocación que piden a gritos los radicales. Es proceder, como sucede en toda democracia, ante quienes desafían el orden legal y hacen de la violencia un medio para luchar por sus intereses.

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