Claroscuros | Luis Ignacio Sánchez
Si bien es cierto que la obstrucción de caminos y puentes es un acto que se castiga con cárcel y fuertes multas económicas, y es deber de la autoridad garantizar la libre circulación de bienes y personas a través de las vías de comunicación con las que cuenta el país, buena parte de la opinión pública nacional e internacional convendrá en que la forma de desalojar a los manifestantes que cerraron los carriles de la Autopista del Sol México-Acapulco y la carretera federal, a la altura de Chilpancingo, fue un completo exceso.
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Si bien es cierto que la obstrucción de caminos y puentes es un acto que se castiga con cárcel y fuertes multas económicas, y es deber de la autoridad garantizar la libre circulación de bienes y personas a través de las vías de comunicación con las que cuenta el país, buena parte de la opinión pública nacional e internacional convendrá en que la forma de desalojar a los manifestantes que cerraron los carriles de la Autopista del Sol México-Acapulco y la carretera federal, a la altura de Chilpancingo, fue un completo exceso.
Igualmente resultaron
excesivas las formas en que los estudiantes se desenvolvieron, pues el incendio
de una gasolinera aledaña (en la que un empleado de la misma resultó con
quemaduras graves), poco tiene que ver con los motivos de la protesta que los
alumnos de la escuela normal rural de Ayotzinapa, y en nada ayuda a que la
sociedad en general tome conciencia de la importancia y legitimidad de tales
manifestaciones, todo lo contrario, acciones de este tipo (el incendio de la
gasolinera y el bloqueo mismo de la carretera) no pueden tener otro resultado
que la hostilidad y aversión de los miembros de la sociedad ante tales
desmanes.
Con todo, y por
grandes que hubieran sido los excesos estudiantiles, nada justifica el uso de
fuerza letal, es decir, el uso de armas de fuego para romper una manifestación.
Si los manifestantes cometieron uno o varios delitos, el deber de las fuerzas
de seguridad era el de aprehenderlos y remitirlos a las instancias
correspondientes, donde se deslindarían responsabilidades y, llegado el caso,
se enjuiciaría a los culpables.
Sin embargo, se actuó
de manera completamente distinta. Hubo agresiones por parte de ambos bandos, se
comenzaron a escuchar disparos al aire para amedrentar a los estudiantes y
luego vino el suceso trágico: algún uniformado (o algunos) con muy poco respeto
por la causa y bienestar de sus semejantes, segó dos vidas humanas, dos
estudiantes: Jorge Alexis Herrera Pino y Gabriel Echeverría de Jesús.
Es evidente que las
detonaciones no fueron hechas por mandato superior, puesto que en tal caso se
habrían registrado decenas si no es que centenas de disparos, en cuyo caso
habríamos presenciado toda una masacre. Sin embargo, la persecución de la que
fueron objeto los manifestantes, que terminó hasta bien entrada la tarde y que
no se limitó a las zonas aledañas de la vialidad afectada, sino que continuó
incluso en los cerros cercanos (hacia donde trataron de escapar los
estudiantes), es prueba fehaciente de que una represión era la consigna de las
autoridades tanto estatales como federales.
Estos sucesos, en los
que se tienen que lamentar la pérdida de dos vidas, deben de poner a los
diferentes niveles de gobierno en alerta si quieren salir bien librados de
estos hechos de sangre. ¿De qué forma? Llevando a cabo eficaces y expeditas
investigaciones respecto al autor o autores de los disparos que terminaron
provocando dos muertes; dejar de buscar chivos expiatorios que no harían más
que enardecer no solo a los afectados, sino a la sociedad en su conjunto;
transparentar los procesos una vez que se aprehendan a los culpables y, junto
con lo anterior, no dejar que la corrupción (rampante en México y más en este
tipo de casos), impida esclarecer el crimen cometido.
A unos días de que
Calderón declarara que en efecto se habían cometido injusticias y abusos a la
población civil por parte de fuerzas de seguridad (tanto federales como
estatales y municipales), la represión que sufrieron los estudiantes de la
normal rural no hace más que endosar el escaso control que se tiene sobre los
cuerpos policiacos y militares, así como la fallida guerra contra el crimen
organizado, en la que se pretendió criminalizar el actuar de líderes sociales.
Así, parece innegable
el poder que han adquirido los representantes de la autoridad cuando, con una
impunidad abrumadora, pueden arrestar, “levantar”, agredir y cometer toda una
serie de tropelías contra la población civil, siendo el acontecimiento que nos
ocupa, el ejemplo más reciente del autoritarismo que carcome a los cuerpos que
se supone deben de proveer seguridad.
Finalmente, hay que
pensar que todos estos problemas relacionados con la violación de los derechos
humanos, son un legado de un gobierno que no ha querido variar su estrategia
para combatir al crimen, que ha privilegiado el método violento para encararlo
(sin atreverse a experimentar otros vías de acción) y que, por ello, la
sociedad ha tenido que pagar los platos rotos.
El gobierno debe
poner mucha atención en estas problemáticas, pues el abuso por parte de la
autoridad es uno de los agravios que más peso ejerce en el colectivo social y,
por ende, puede desembocar en el hartazgo de la población y en formas más
violentas de manifestarse. El sexenio de Felipe Calderón será tristemente
célebre por la cantidad de abusos y vejaciones cometidos contra la sociedad, la
impunidad de sus autoridades y el retroceso en el respeto a los derechos
humanos.
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