Claroscuros | Luis Ignacio Sánchez
Se acerca el ocaso del año, de este 2011 que pasó dejando a México y el mundo una serie de experiencias a las que pocas podríamos calificar de beneficiosas o positivas. Sin duda, el tiempo que tomó al planeta darle la vuelta astro rey fue más que suficiente para dejarnos una enorme serie de vivencias que, con algo de suerte, podremos capitalizar y de las que podremos aprender para no repetir nuestros errores y, ¿por qué no? Multiplicar nuestros éxitos.
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Se acerca el ocaso del año, de este 2011 que pasó dejando a México y el mundo una serie de experiencias a las que pocas podríamos calificar de beneficiosas o positivas. Sin duda, el tiempo que tomó al planeta darle la vuelta astro rey fue más que suficiente para dejarnos una enorme serie de vivencias que, con algo de suerte, podremos capitalizar y de las que podremos aprender para no repetir nuestros errores y, ¿por qué no? Multiplicar nuestros éxitos.
Para los que
esperaron que 2011 marcara el parte aguas definitivo en la política del
gobierno federal con respecto a la delincuencia organizada, sin duda fue un mal
año. No sólo no se varió un ápice la estrategia calderonista frente al problema
del narcotráfico y la inseguridad, sino que ésta se acentuó, alejando la
esperanza de una solución opuesta a la que podría conseguirse con el uso de las
armas.
Ejemplos de lo
anterior tenemos, para nuestra mala suerte, muchos. Baste recordar los
hallazgos de decenas de cadáveres en fosas clandestinas en diversas entidades
del país, siendo la principal Tamaulipas, hallazgo que además de confirmar la enorme
crueldad y escasa humanidad de los integrantes de los grupos delincuenciales,
vino a descubrir otras problemáticas, tales como la nula protección, la
vulnerabilidad extrema y hasta el abuso que los migrantes centro y
sudamericanos sufren ya no sólo por parte del crimen organizado, sino de las
mismas instancias gubernamentales cuya tarea es —o se supone que debe ser—
regular y proteger la estancia en el país de personas extranjeras.
Así, el Instituto
Nacional de Migración (INM) se vio en más de una ocasión en el ojo del huracán
por diversas acusaciones en contra de sus funcionarios, que los señalaban como
responsables de extorsionar a los viajeros en diversos puntos del país, y de
violentar sus garantías individuales en el caso de que no pudieran pagar las
tarifas exigidas. Incluso, fueron comunes las declaraciones de mujeres violadas
y de hombres asesinados por no poder cubrir la cuota pedida.
Esto es lo que hacían
los funcionarios por su cuenta. Sin embargo, muchos de estos se encontraban
coludidos (y quien sabe cuántos lo estén todavía) con las bandas
delincuenciales, con quienes compartían información relativa al número de
migrantes que pasaban por cierta zona, su destino, rumbo probable, etc., con el
fin de que pudieran interceptarlos y llevar a cabo sus abusos. Sumemos a esto
hecho la venta —tal cual—, de los migrantes por parte de las autoridades a los
delincuentes, para extorsionarlos o incorporarlos a sus filas como sicarios.
Pero no sólo los
migrantes sufrieron, sino que la población civil en su conjunto hubo de
soportar la pesada carga de las desapariciones forzadas, cateos ilegales, arrestos
sin motivos y hasta asesinatos. De esta manera, la sociedad mexicana ha pagado
los platos rotos de la política de combate frontal al crimen organizado, en
parte porque muchas de las autoridades encargadas de luchar contra la
delincuencia resultan integrantes de ella o, cuando menos, recibe una jugosa
compensación por revelar información, brindar protección o, simplemente, para
permanecer calladas y dejar hacer (¿Quién dijo que el laissez faire, laissez passer aplicaba sólo a la economía?).
Las cosas se
agravaron cuando aquellos que habían tomado la responsabilidad de denunciar los
abusos fueron amedrentados y asesinados: Trinidad de la Cruz en Michoacán;
Nepomuceno Moreno Núñez, en Sonora y Norma Andrade, en Chihuahua. Y no sólo los
luchadores sociales se vieron perjudicados —se dice— por los propios elementos
policiales que se supone debían de protegerlos, sino que también los
periodistas han sufrido de numerosos atentados, a grado tal que se considera ya
a México como uno de los países en los que ejercer el periodismo es una
actividad altamente peligrosa.
Ojalá el listado
terminara aquí. La inseguridad también se ha enseñoreado (como en los mejores
tiempos del siglo XIX) de los caminos y vías de comunicación en general. En el
norte del país es frecuente el secuestro de autobuses de pasajeros por parte de
grupos delictivos con el fin de capturar a los viajeros y obligarles a volverse
sicarios: la leva del siglo XXI. El silencio que guardan las líneas de
autotransportes las vuelve corresponsables de estos indignantes crímenes, pues
para no interrumpir sus negocios, dichas empresas prefieren no denunciar los
hechos, con lo que se contribuye a la impunidad de los maleantes. Decenas de
maletas sin dueño en las terminales de destino de los secuestrados son testigos
mudos de tan terrible situación.
Para no salirnos del
tema, hay que decir que el crimen organizado está necesitado de efectivos, pues
el secuestro de jóvenes (levantones) se ha vuelto más común. El último ejemplo
lo ofreció Morelia, ciudad en la que se han reportado “levantones” de jóvenes
de escasos recursos por parte de hombres que viajan en camionetas y portan
armas largas. La colusión de la policía no queda aquí, desafortunadamente,
descartada, pues los familiares de las victimas al acudir a levantar la
denuncia reciben —en lugar del trato y apoyo adecuado que es obligatorio de las
instancias de justicia—, una advertencia para que dejen de estar “chingando”,
porque de seguir con las pesquisas, el joven desaparecido podría resultar
muerto antes de tiempo.
Un terrible recuento
el que nos deja el año que ya termina, y que no parecerá cambiar prácticamente
todo el siguiente 2012, debido a la cerrazón del ejecutivo federal a considerar,
aunque sea en grado ligero, un cambio de rumbo con respecto a sus políticas de
combate al crimen, el que —ha quedado claro—, no puede darse sólo con los
armas, o al menos no con las armas de las instituciones
con las que actualmente cuenta el país, infiltradas hasta la médula del dinero
y las influencias de los propios grupos criminales a los que se pretende
combatir.
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